Al dejar la prisión de la Diroes el pasado 6 de diciembre, estampó un récord difícil de igualar en el país: el del exmandatario que ha purgado la más larga condena efectiva: 16 años que pesarán como si fueran siglos para sus familiares y seguidores, pero sabrán a poco para los de las víctimas de los casos judiciales por los que fue sentenciado. Muy de lejos sigue en esta lista , con 18 meses de encierro entre 1930 y 1932, aunque con la circunstancia agravante de que su calvario se abrevió en el Hospital Naval, en condición de prisionero.

¿Fueron los nombrados los presidentes más desalmados o corruptos de nuestra bicentenaria república? Entre nuestra nutrida y polarizada opinión pública, las respuestas a esta pregunta pueden ser diametralmente opuestas. Pero ocurrió que tras su caída política se desató un ánimo de sanción, digamos proporcional, a los largos años y el marcado autoritarismo con el que ambos ejercieron el poder. Quienes los derrocaron y sucedieron consiguieron controlar los órganos de administración de justicia que, en el caso de Leguía, fueron creados ex profeso para juzgar a los vencidos (el Tribunal de Sanción Nacional) y consiguieron imponerles condenas ejemplares, bajo el espíritu del “nunca más”. Si las gestiones de todos los presidentes de esta república hubieran sido espulgadas por la justicia como lo fueron las de Leguía y Fujimori, quedarían pocos para tirar la primera piedra.

Hasta mediados del siglo pasado no fue la cárcel sino el destierro la condena que recayó sobre los presidentes expectorados por alguna revolución. Nuestro primer mandatario constitucional, , fue embarcado en Paita por quienes lo derrocaron en medio de la guerra contra la Gran Colombia. Llegó a Costa Rica, donde falleció al año siguiente, con 54 años. Dicen que de melancolía. El artífice de la Confederación Peruano-Boliviana, , fue llevado prisionero a Chile tras su derrota en Yungay, para salir desterrado a Francia. Allí pudo sobrellevar una apacible ancianidad, que le dio incluso tiempo para reconciliarse con sus antiguos adversarios, y falleció rodeado de honores. Ya en la era del guano, fue desterrado a Estados Unidos por la revolución castillista. Desde Nueva York publicó una “Vindicación” y volvió rehabilitado unos años después. Más tiempo en el exilio pasaron , a quien despojó de la nacionalidad, y Miguel Iglesias, el firmante del Tratado de Ancón, que puso término a la desgraciada guerra del salitre. Desaforado del poder por las montoneras caceristas, Iglesias permaneció exiliado en España, hasta que se le permitió volver una década después, como un tributo a la reconciliación nacional.

Los exilios presidenciales cumplían una función de castigo, alejando al antiguo hombre fuerte de familiares, amigos y lugares gratificantes, pero sobre todo procuraban sacarlo del juego político y dificultar la reorganización de sus seguidores. Algunas veces se trató también de autoexilios. La prudencia aconsejaba que quien dejaba el poder debía tomar sin dilación el camino del puerto y tratar de poner la mayor distancia con los nuevos gobernantes. Es lo que hizo nuestro libertador tras renunciar al cargo de protector con el que nos gobernó hasta setiembre de 1822, y lo que haría también Leguía un siglo más tarde. Pero en este último caso, el barco que lo transportaba era de la Armada peruana y, cuando estaba a la altura de Paita, fue obligado a volver, con el final que conocemos.

En el siglo XX, la pena del destierro siguió siendo la pauta. fue despachado a Nueva York por el triunfante fundador de la Patria Nueva, aunque finalmente se instaló en Biarritz, al sur de Francia. Volvió con 80 años, en 1944, para morir poco después. En la segunda mitad del siglo, escogió París como destierro, ciudad donde había vivido antes, y fue enviado a Buenos Aires por los militares de 1968, para emigrar después a Estados Unidos, donde subsistió como profesor. En su caso, el electorado lo rehabilitó 12 años más tarde al elegirlo nuevamente mandatario de la nación.

Los expresidentes parecen ser una figura incómoda en el país. Se los mantiene en el exilio o en prisión, y alguno llegó al suicidio para evitar lo último. Se los tolera cuando, vencidos por el peso de los años, permanecen alejados de la política y sin herederos a la vista en este campo, como sucedió con y .

Las acusaciones que más recayeron sobre los exgobernantes fueron las de corrupción del dinero público y, más recientemente, abusos de las fuerzas represoras en las protestas políticas y sociales y las rebeliones armadas. Es positivo que la tolerancia frente a ambos hechos se haya reducido drásticamente. Y frente a nuestra abundancia de exmandatarios presos o empapelados por la justicia, queda la esperanza de pensar que se trata de una crisis de transición, en la que los gobernantes y agentes represivos no habían ajustado sus conductas frente a los nuevos y más exigentes estándares.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP

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