Cuando Alberto Fujimori asumió la presidencia, el 28 de julio de 1990, sobre el Perú se tejían siniestros vaticinios, porque era un don nadie en la política, frente a la inmensidad de los problemas que heredó: hiperinflación y terrorismo incontrolable, los mayores. Transcurría la peor crisis desde la causada por la Gran Depresión de 1929. Cuando aplicó acertadamente el ‘fujishock’, contra lo que prometió en la campaña electoral, recibió el reproche moral de haber engañado a sus votantes, que rehuyeron a la política de choque anunciada por su adversario electoral, Mario Vargas Llosa. Lo había influenciado Michel Camdessus, director general del FMI, con quien se reunió en Nueva York, mediante gestiones de Hernando de Soto y Javier Pérez de Cuéllar. Pero más aún el primer ministro japonés Toshiki Kaifu, que le ofreció apoyarlo si reinsertaba al Perú en el sistema financiero internacional. Renunciaron cinco de los ‘Siete Samuráis’, como se conocía a su equipo económico, proclive a un ajuste gradualista. La población soportó el mazazo con esperanza. Sorprendió la alta popularidad de Fujimori después del brutal sinceramiento de precios.
Desde los comienzos fue evidente su pragmatismo para tomar decisiones drásticas y sorpresivas. Cuando todo hacía pensar que Carlos Boloña, el agresivo liberal recomendado por De Soto, sería ministro de Economía y Finanzas, designó en el cargo a su compañero de la Universidad Nacional Agraria La Molina, Juan Carlos Hurtado Miller, luego de que este le hiciera una visita de cortesía. Hurtado, que también fue nombrado primer ministro, estaba próximo a irse a trabajar fuera del Perú. En el Gabinete había ministros que vacilaban para soltar el paquetazo, pero Fujimori se mantuvo firme. Hurtado le pidió a Felipe Ortiz de Zevallos (FOZ) que lo ayudara a redactar un discurso con anuncios atroces, lo que obligó al fundador del Grupo Apoyo a afilar cada término, cada ejemplo, para anticipar las alzas (incluyendo la famosa frase final “Que Dios nos ayude”). FOZ le preguntó si el presidente estaba de acuerdo con decir que la gasolina iba a subir 33 veces.
−Sí, claro –contestó Hurtado–. Y me dijo que yo debía estar seguro de que esa alza sería suficiente.
Hurtado terminó prontamente distanciado de Fujimori. “No me contesta el teléfono”, le dijo en octubre de 1990 a una fuente que habló para esta nota. Aparentemente, Fujimori estaba muy bien enterado de todo lo que hablaba en privado el primer ministro y llegó a creer que tenía sus propias ambiciones políticas. Fujimori empleaba un estilo autoritario: actuaba en círculos estrechos y podía ser intervencionista con sus ministros. En febrero de 1991 reemplazó a Hurtado por Boloña, quien impulsó las principales reformas estructurales del Estado. En ese año escalaron los conflictos entre el Gobierno y el Poder Legislativo, dominado por la oposición. El Congreso había aprobado una ley de control parlamentario que recortaba atribuciones al presidente. Algunos decretos de urgencia sobre pacificación fueron rechazados, uno de los cuales le otorgaba excesivos poderes al Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). El Senado aprobó una iniciativa para propiciar la vacancia presidencial. El 5 de abril de 1992, Fujimori cerró el Congreso y se convirtió en dictador.
Fujimori podía haber llevado a cabo la mayor parte de sus reformas sin cerrar el Congreso, pero con mayor tiempo y dificultades. Por entonces, su inescrupuloso asesor, Vladimiro Montesinos, controlaba las Fuerzas Armadas y los servicios de inteligencia, a los que organizó para ser pilares del régimen. Hacia finales de 1991, Fujimori había optado por apoyarse en este sector antes que en una alianza política de improbable construcción. La mayoría de académicos considera que, puesto que Fujimori era autoritario, estaba destinado a gobernar con los militares y los representantes del capital. Hay otra teoría menos determinista. Yusuke Murakami, un politólogo japonés que sirvió en la embajada de su país durante los años de Fujimori, autor del más importante libro sobre los años 90 (“El Perú en la era del Chino”, IEP, 2007), considera que el cierre del Congreso surgió de la dinámica confrontacional entre un gobernante autoritario y una oposición obstruccionista que insinuaba vacarlo. Fujimori, dice Murakami, era un cortoplacista cuyo pragmatismo podía llevarlo a actuar ilegalmente, y nunca procedió en función de objetivos estratégicos.
Usando fuentes cercanas a Fujimori, de las que carecieron el resto de estudios, Murakami sitúa la decisión de cerrar el Congreso en noviembre de 1991. Fue la coyuntura en la que el Grupo Colina cometió la matanza de Barrios Altos. El pragmático Fujimori cometió el error estratégico de mantener una relación promiscua con el SIN y un pacto implícito de impunidad con un sector de los militares, que terminó envolviéndolo judicialmente en los asesinatos de los servicios de inteligencia del Ejército. Por eso, no deslindó con ellos ni buscó sancionarlos. A la postre, salió indemne del cierre del Congreso, pues, cediendo a la presión internacional –incluida la de Japón–, convocó a una asamblea constituyente que, a su vez, como contrapeso, hiciera de Poder Legislativo. Con ello, recuperó sus credenciales democráticas para actuar en el exterior, pero dejó abierto el flanco de los crímenes de la inteligencia militar.
En su segundo período (1995-2000), tras una contundente victoria sobre Pérez de Cuéllar, tenía el contexto favorable para introducir reformas fundamentales que garantizaran la prosperidad del Perú, pero –otra vez Murakami– carecía de una visión de largo plazo y era renuente a producir los consensos indispensables. No convocó al país en torno de un proyecto. Mantuvo el esquema civil-militar cuando ya había derrotado al terrorismo, otro de sus legados indiscutibles. A poco de ganar las elecciones amnistió al Grupo Colina, cumpliendo el pacto con la cúpula militar. No era una alianza institucional, sino a través de Montesinos, que se apoderó del control de las Fuerzas Armadas, de los ministerios de Justicia y Defensa, del Poder Judicial, del Ministerio Público y del Jurado Nacional de Elecciones. El asesor era un cáncer que no fue extirpado a tiempo. En un frenesí de poder y codicia, Montesinos extendió la corrupción a niveles inconcebibles.
¿Por qué Fujimori, un hombre que podía virar drásticamente, no se desembarazó del hombre del SIN? Posiblemente este conocía secretos que lo podían hundir, de los que jamás habló en los procesos judiciales. Le temía. Montesinos se había apoderado de Fujimori en 1990, antes de que asumiera el gobierno, cuando lo encerró en el Círculo Militar luego de convencerlo de que intentaban asesinarlo. Diez años más tarde gobernaba aislado, sin los asesores que estuvieron a su lado: su hermano Santiago, Jaime Yoshiyama, Absalón Vásquez. Su antimontesinista hija Keiko estaba muy joven.
Montesinos tomó el timón de la campaña por la rereelección, sabedor de que sin Fujimori peligraba su seguridad y su riqueza. En agosto del 2000, luego de vencer en unas elecciones cuestionadas por la comunidad internacional, oficiales de la CIA tocaron las puertas del SIN pidiendo explicaciones acerca de armas compradas por el Perú que estaban en poder de las FARC. Al mes siguiente fue difundido el famoso video de Montesinos entregándole dinero contante y sonante a un congresista. De acuerdo con un testigo, en ese momento el presidente consultó con su hermano Santiago lo que debía hacer. Hacía varios años que no le pedía consejo. Santiago le recomendó despedirlo en el acto.
–No renunciará. Sería capaz de matarme− habría respondido Fujimori.
Efectivamente, Montesinos se negó a renunciar. Después negoció su dimisión a cambio de US$15 millones y fugó. Montesinos no obtuvo apoyo en el Ejército para hacer su propio golpe de Estado y a Fujimori no le alcanzó el tiempo para dejarle el poder a su vicepresidente, Francisco Tudela. El régimen había implosionado.