“Alberto Fujimori ha muerto, pero no el fujimorismo”, podría decir un reporte aséptico de los acontecimientos recientes. “El cabecilla ha muerto, pero no la peste”, es como traduce un grupo de activistas antifujimoristas los mismos sucesos. Todo parece indicar que el antifujimorismo trascenderá la desaparición de su némesis, al menos en el corto plazo. Las voces que intentan persuadir sobre su desactivación –como la de Jaime de Althaus ayer en este Diario– van a caer en saco roto. Los funerales del patriarca del fujimorismo distan demasiado del escenario que había previsto el activismo antifujimorista: Alberto Fujimori murió en libertad, rodeado de su familia, en medio de honores de Estado y con baño popular, y como precandidato presidencial punteando en las encuestas. Es una derrota política para los líderes del antifujimorismo, pues debilita dos puntos neurálgicos de su narrativa: los “dictadores” deben morir en prisión y los “dictadores” no deben gozar de reconocimiento popular.
Por lo tanto, se prevé una reacción movilizadora: en el plano judicial y en redes internacionales de derechos humanos –que han demostrado ser eficientes condenando al autócrata–, en el campo de la memoria histórica –han acusado recibo de la popularidad inesperada del expresidente–, y en el campo electoral –seguir bloqueando la victoria en las urnas de Keiko Fujimori, la eximición máxima del fujimorismo–.
Pero el antifujimorismo no es exclusivamente una red de activistas de derechos humanos o izquierdistas radicales, afincados en el sector no gubernamental y la prensa “independiente” o “alternativa” [sic]. Esta élite política ha penetrado con éxito distintas capas sociales –clases medias educadas–, grupos etarios –los menores de 25 años– y regiones del país –el sur andino–. Y aunque sufran derrotas en “la lucha por la memoria”, han establecido su narrativa, sobre todo entre las nuevas generaciones.
Hace poco realicé ‘focus groups’ en Lima con jóvenes antifujimoristas. Algunos patrones de socialización política son resaltantes a partir de un primer análisis de las discusiones colectivas. En primer lugar, la mayoría reportaba haber acogido la retórica demoledora contra Alberto Fujimori y sus descendientes políticos en las universidades a las que asistían (tanto públicas como privadas). La formación educativa parece instruir una lectura de la historia reciente más alineada con el sesgo antifujimorista. En la prédica predominante entre los participantes, Alberto Fujimori no solo es responsable del autoritarismo y de los crímenes por los que fue sentenciado, sino también de procesos sociales estructurales como la informalidad, la desigualdad, la cultura chicha, la corrupción, casi un cuarto de siglo después de su salida del poder.
Ello se debe a que el antifujimorismo ha empleado metodologías más sofisticadas que sus rivales para difundir sus premisas. Cuenta con instrumentos pedagógicos para la difusión de su versión de la década de los 90, erigidos como política de Estado. ¿Ha pensado cuántas decenas de miles de copias de Yuyanapaq –la versión resumida del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación– han sido impresas y distribuidas, y cuánto se emplean en la educación escolar y universitaria? Claramente, las separatas de la Escuela Naranja de Fuerza Popular no equilibran la confrontación de narrativas. Así, el ‘establishment’ intelectual y cultural está dominado por la urgencia de sancionar al fujimorismo –en la prensa local e internacional– y no por comprender el fenómeno social. A tal punto que sufre una degradación de la calidad de la producción académica sobre Alberto Fujimori y sus consecuencias políticas. Nada medianamente legible ni mucho menos riguroso puede haber en las tintas de Godoys y Curwens. No casualmente el análisis más prolijo sobre el fujimorato lo escribió un extranjero poco conocido en los paneles periodísticos: Yusuke Murakami, autor de “La era del Chino” (IEP).
Por eso, resulta interesante conocer de qué está hecha la animadversión que portan los antifujimoristas de a pie y comparar las semejanzas y diferencias con sus correspondientes representantes en la esfera pública. Interrogados, en los ‘focus groups’, por los sentimientos que despierta compartir espacios de vida cotidiana con seguidores del partido naranja, los jóvenes antifujimoristas muestran distancia social, mas no odio político. Consideran a los simpatizantes del fujimorismo como personas “equivocadas”, que se han dejado “lavar el cerebro” por las dirigencias naranja y que, “seguramente”, ello sucede porque portan “valores autoritarios”. El “otro fujimorista” –en el análisis de los ‘focus groups’– es materia de sanción moral desde una posición de superioridad educativa (y cultural). Se trataría de “rebaños sin educación” que, más que despertar rencor, generan “curiosidad”. Son percibidos como “ignorantes”, que “se dejan engañar”. Pero no son vistos como amenazas ni rivales a los que vencer. Mientras que en otros países de similar polarización –como Brasil y Argentina– existen rencores y resentimientos entre las colectividades en conflicto, en el Perú –para variar– se trataría sobre todo de fronteras asentadas en distinciones sociales.
También sobresale un rasgo antipolítico como cohesionador de los jóvenes opositores del fujimorismo. La decepción histórica aprendida (sobre Alberto), la decepción mediatizada (sobre Keiko) y la decepción de los presuntos socios (sobre Dina Boluarte). Así se superponen tres capas de antis: el antialbertismo como origen de todos los males estructurales, el antikeikismo como pararrayos de todas las sospechas de corrupción reales y conspirativas (“Keiko Fujimori es dueña de mineras”), y el antincumbente de un gobierno percibido como aliado o marioneta de Fuerza Popular. El antifujimorismo de a pie usufructúa de los sentimientos ‘antiestablishment’ tan expandidos en una sociedad desafectada de la política. Ahí radica precisamente su potencia, solidez y resiliencia. Porque votar contra Fuerza Popular no significa solamente la manifestación de un instinto republicano –como sobreinterpretan ciertos académicos–, sino especialmente el rechazo visceral a quienes se cree que gobiernan el país.
Por ello, Keiko Fujimori continuará produciendo más anticuerpos que su padre, aunque ha tenido mucho menos poder que él. ¿Esto la seguirá alejando de su sueño presidencial? Para alcanzarlo, en un país con amplio malestar social como el nuestro en la actualidad, el fujimorismo tendría que volver a representar la bronca y dejar de ser el motivo de esta.