La muerte de Alberto Fujimori representa un punto de quiebre para la corriente política que lleva su apellido y que su hija Keiko institucionalizó a través de un partido político. En el corto plazo, su partida significará un incremento en las adhesiones y la popularidad de la lideresa de Fuerza Popular. Pero el camino hacia el 2026 aún es largo y en ese trayecto puede también diluirse el respaldo que gane.
Luego del luto correspondiente, el partido seguramente evaluará las acciones y la línea a seguir. Analizar si, por ejemplo, les conviene seguir siendo percibida como una bancada aliada de Dina Boluarte, una presidenta que arrastra un récord histórico de desaprobación. Qué tan lejos llegará el fujimorismo para desmarcarse de un gobierno en caída libre es algo que sabremos en los próximos meses.
Un clamor ciudadano que será bandera de muchos candidatos en el próximo proceso presidencial es la inseguridad ciudadana. En esa línea, una agrupación con aspiraciones electorales debería evaluar qué tan conveniente es cerrar filas con la ley inicialmente impulsada por los hermanos Cerrón sobre el crimen organizado que, de acuerdo con la fiscalía, dificultará los allanamientos y terminará beneficiando a las bandas delictivas.
En un escenario con más de 30 partidos políticos inscritos y otros 30 en proceso de inscripción, el voto duro de Fuerza Popular le da la ventaja de poder participar sin necesidad de alianzas y mirar con expectativas la opción del balotaje. Lo que ocurra en segunda vuelta ya es otra historia.
Lo que sí es un hecho es que el antifujimorismo que nos legó al binomio Pedro Castillo/Dina Boluarte, y que ahora se desentiende de ambos, seguirá activo. No tiene partido propio ni cabeza visible, pero es la mayor fuerza política del país, la que siempre decide quién nos gobernará en nombre de la decencia. La que siempre apela a la memoria de los 90, pero que a partir del 2021 padece de amnesia.