Recordar al expresidente Alberto Fujimori, recientemente fallecido, puede servir para repasar la crisis institucional en la que vivimos.
Con el autogolpe de 1992, Fujimori “disolvió” el Congreso “hasta la aprobación de una nueva estructura orgánica del Poder Legislativo”. Su idea original no era la de convocar a un Congreso Constituyente.
El llamado Congreso Constituyente Democrático se debió a la presión ejercida en la OEA. Fujimori necesitaba reinsertar al Perú en las finanzas internacionales. Sabía también que el cierre del Congreso había sido popular.
Fue así como se llegó a la Constitución de 1993. No fue ninguna convicción democrática. Fue la forma que encontró de afianzar su poder. Fue ese poder sin freno y con magra oposición lo que permitió la serie de atentados contra el Estado de derecho.
Fujimori intervino el Poder Judicial, el Ministerio Público, el sistema electoral, y asoció a las Fuerzas Armadas desde el inicio. Los cambios podían darse en democracia, pero Fujimori optó por copar todos los poderes.
El problema, además, era la popularidad de sus medidas autocráticas. Había un hartazgo con respecto de la clase política tradicional y Fujimori lo supo canalizar.
De hecho, su elección en 1990 se explica, entre otras cosas, por la alianza que hizo Mario Vargas Llosa con los partidos tradicionales de centroderecha: Acción Popular, el Partido Popular Cristiano, y Solidaridad y Democracia (Sode).
Cuando la popularidad de Fujimori fue mermando, obtuvo sus mayorías en los poderes del Estado a través del soborno y la compra de voluntades. Su dependencia de esa maquinaria, que dirigía Vladimiro Montesinos, le hizo proteger y hasta premiar a violadores de los derechos humanos.
Hoy el panorama es distinto. Los partidos tradicionales ya no juegan. El fujimorismo se mantiene como una organización compacta, pero sin programa y menos ideología. Esta es, además, la marca de la mayoría de las agrupaciones políticas.
La política partidaria es un juego de intereses y canjes. Las políticas económicas han ido desarmando las bases otrora sólidas de nuestra economía. Nadie tiene un plan frente a la corrupción y la gravísima inseguridad ciudadana.
Surgirán líderes que quieran echarlo todo abajo. Aparecerán ‘outsiders’ prometiendo orden vertical y radical. Será la misma historia: la búsqueda del poder sin idea ni programa, con solo el sentimiento del rechazo al orden establecido.
Ya sabemos que nada de eso funciona. Esperamos un liderazgo que nos lleve al otro lado: al lado del Estado de derecho y la economía próspera.