Mario Ghibellini

Para nosotros es evidente. , y son variaciones de un mismo tema. Fulanos que llegaron a la presidencia de forma más o menos aventurera y, una vez en el poder, hicieron lo que no debían. Ya sea porque se enredaron en graves casos de corrupción, porque atentaron contra el orden constitucional o porque pusieron en práctica una prodigiosa combinación de esas dos conductas delictivas, los tres se encuentran ahora recluidos en el penal del fundo Barbadillo. Uno, ya condenado; y los otros dos, ‘solo’ con prisión preventiva, pero en realidad con una prognosis poco alentadora en lo que a recuperar su libertad se refiere.

La similitud, para nosotros obvia, podría, sin embargo, no serlo tanto para ellos. Es de imaginar, más bien, que cada uno juzgue su caso único: la consecuencia de un giro ingrato de la fortuna y no el desenlace inevitable de crímenes chambones como los que arrastraron hasta la Diroes a esos otros dos sujetos con los que, de tarde en tarde, cruza miradas recelosas. La historia, además, los registra como antagonistas, cuando no como directos enemigos políticos, por lo que la posibilidad de que en el corto plazo se desarrolle entre ellos un espíritu de camaradería luce remota. El paso del tiempo y el encierro, no obstante, tienden a cambiar esas cosas.

–El misterio del cuarto cerrado–

La novela policial abunda en episodios en los que alguien es asesinado en una habitación en la que, aparentemente, nadie podía entrar. El reto del autor de turno, por supuesto, consiste en encontrarle al problema una solución ingeniosa; y, de hecho, Edgar Allan Poe en “Los crímenes de la calle Morgue” y Arthur Conan Doyle en “La banda de lunares” lo consiguieron. El argumento en cuestión se volvió tan frecuente en la literatura detectivesca que hasta se acuñó para él un nombre: el misterio del cuarto cerrado.

En honor a la verdad, sin embargo, los ambientes clausurados provocan también otro tipo de situaciones que, sin dejar de ser misteriosas, remiten a universos distintos al de las aventuras de Sherlock Holmes. Dado un espacio laboral opresivo, por ejemplo, es bastante común que personas que al principio no se encontraban en absoluto atractivas, a la vuelta de los meses, acaben descubriendo secretas aposturas en el otro. Un fenómeno que en las redacciones periodísticas suele conocerse con el nombre de “la presión del cierre”.

De la misma forma, se sabe que quienes padecen juntos carcelerías prolongadas pueden pasar, en cámara lenta, de la convivencia hostil a la franca compadrería. ¿Cuánto tiempo les tomará a los tres individuos que nos ocupan abrazar ese principio del pensamiento “Hello Kitty” según el cual “compartir es lindo”? Algunos meses seguramente. Y quizás hasta años. Pero podríamos apostar a que, poco a poco, transitarán del silencio sepulcral a gruñirse los buenos días cuando se topen a la salida del baño; y de ahí, a no delatar al que se birló el alcohol del tópico del penal para desinfectarse el alma, y así… Antes de que nos demos cuenta, estarán intercambiando, probablemente, imitaciones del más severo de sus guardas y maquinando bromas pesadas a las que someter al “Lagarto” Vizcarra o a Ollanta Humala si, como quiere la fiscalía, terminan mudándose también a ese opinable ‘resort’.

Llegados a ese punto, ya sus mentes y sus corazones estarán lo suficientemente despejados como para entender que entre los tres forman un grupo o, si se quiere, una banda. Y las confidencias y comparaciones estarán a la orden del día. Pero también, los reproches, las lamentaciones y los delirios. “¿A quién se le ocurre dar un golpe de Estado sin tener comprometidas antes a las Fuerzas Armadas y a la policía?”. “No hay testaferro que no termine hablando”. “Yo sigo siendo el presidente constitucional del Perú”. Frases como esas serán sin duda parte de las conversaciones tripartitas que algún testigo oculto podría luego reportar.

A la alegría del encierro por fin compartido, empero, la sucederá en algún momento la conciencia de que la circunstancia que viven es prácticamente una cadena perpetua. Fujimori lo debe tener ya asumido y Toledo, a fuerza de no recibir visitas de Eliane, irá haciéndose la idea. Pero Castillo, que periódicamente recibe noticias de un mundo exterior en el que todavía algunos no contactados claman por su libertad, ha de creer que cualquier día López Obrador lanza una operación de rescate y lo repone en el poder… Hasta que comprenda que, de enviarle unos mariachis para su cumpleaños, el presidente mexicano no va a pasar. Y entonces empezará su auténtica noche triste.


–Únanse al baile–

Así como Toledo está próximo a descubrir que, en materia de presidentes que delinquen, él no es, como solía decir, “un error de la estadística”, el golpista de Chota caerá tarde o temprano en la cuenta de que su caso no constituye tampoco excepción alguna. No por lo menos en nuestro país, donde, de un tiempo a esta parte, los mandatarios que desarrollan las uñas de manera inusitada o ensayan maromas para extender su estadía en el poder más allá de lo que la Constitución permite, terminan en un penal que, a este ritmo, pronto presentará problemas de hacinamiento. Una lección que los futuros candidatos presidenciales tendrían que tatuarse en algún lado, salvo que quieran en fecha no tan remota unirse al baile de los que purgan.


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Mario Ghibellini es periodista