Lo dicen todos los que saben: estará pronto en el para ser juzgado por uno de los graves delitos de corrupción que se le imputan, recibir una coima de Odebrecht de US$35 millones.

Ya hay una tercera celda lista en Barbadillo, que se suma a las que ocupan Alberto Fujimori y Pedro Castillo. Y, por si fuera necesario, hay una cuarta en construcción.

Es que la lista de con problemas con la justicia por lo que hicieron en su mandato es más amplia. Como es sabido, los otros dos son Ollanta Humala, ya en juicio, y Alan García, ya fallecido.

A ellos cinco, se suman otros dos expresidentes investigados por hechos cometidos antes de sus mandatos. Es el caso de Pedro Pablo Kuczynski, cuya investigación luego de cuatro años de arresto domiciliario sigue a nivel fiscal. En el de Martín Vizcarra, la investigación preparatoria ya ha concluido y va a juicio.

Y parece que la lista de presidentes con severos problemas puede crecer. Dina Boluarte enfrenta investigaciones sobre dineros ilegales recibidos en campaña y no le auguran nada bueno las que se le hacen en paralelo por violaciones a los derechos humanos en el marco de la represión a las recientes (y muy violentas) protestas. Si no, recordemos que la primera condena a Alberto Fujimori fue de 25 años y por derechos humanos.

La corrupción de quienes elegimos para que nos gobiernen o nos representen es un cáncer que no se detiene a nivel presidencial. Involucra a decenas de gobernadores regionales y a alcaldes de casi todas las capitales de región (empezando por Lima), seguidos por centenas de otras provincias y distritos.

Los congresistas procesados y sancionados son menos, pero no por su centelleante inocencia, sino por la recurrente y despreciable complicidad de muchos de sus colegas, que lo impiden o postergan.

La verdad es que da una vergüenza muy grande que casi todos a los que hemos elegido para gobernarnos en las últimas décadas tengan un perfil de esa naturaleza.

¿Son los políticos peruanos más corruptos que los de los demás países latinoamericanos? Una mirada a la región nos indica que la corrupción en el poder al más alto nivel no es muy diferente a la que aquí nos aflige.

¿Qué ha pasado, entonces? Que, con todas las debilidades de nuestra democracia, hay una creciente independencia de la administración de justicia con respecto al poder político.

Ello se viene expresando en la labor del Ministerio Público apoyada por la PNP (en ambos casos, es verdad, principalmente, por sus equipos especiales). Hay que destacar, igualmente, la labor de muchos de los procuradores y de la Defensoría del Pueblo, en lo que le toca a cada uno. También felicitarnos porque, a nivel judicial, se han producido decisiones y sentencias que, en otros países, casi nunca han podido concretarse para políticos con mucho poder.

Otro ingrediente de gran importancia ha venido siendo el trabajo de muchos equipos de periodistas de toda la gama de medios, que no han dudado en exponer públicamente hechos de esta naturaleza, independientemente de quienes sean los involucrados, yendo incluso, en ocasiones, más allá de lo que los propietarios de estos hubieran querido.

Rescatemos, igualmente, que en los últimos años la Contraloría General de la República cumple un papel más importante en la identificación de situaciones de corrupción, y no como antes, que se les pasaban todos los elefantes, mientras se dedicaban a cazar mosquitos.

No hay sesgo ideológico. Las investigaciones llegan a políticos de todo el espectro. Desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, pasando por el centro. Ni menos discriminación por raza, género, religión u otras motivaciones, como alegan con desparpajo algunos de los que quieren victimizarse para eludir a la justicia.

Dicho esto, nuestra justicia dista mucho de la perfección. De hecho, no está para nada exenta de casos de corrupción que quizás no siempre se investigan con la pulcritud que se requeriría.

Hay también que reclamarle que los procesos son pasmosamente lentos. Ello, para los inocentes, se convierte en una pesadilla sin fin y, para los más, los muy probablemente culpables, casi en una forma de escapar de la sanción.

Sí es cierto que las argucias abogadiles alargan los procesos (y no solo en el Perú). También lo es que muchas veces la fiscalía construye casos inmanejables al no procesar primero a los principales acusados y en los delitos más graves entre los documentados. Como, por ejemplo, el caso de Keiko Fujimori.

A la vez, hay abusos cuando se fuerza a la figura para poder incluir al investigado dentro de la ley de crimen organizado; como, por ejemplo, el de Kuczynski, al que acusan de ser jefe de una organización criminal integrada por su secretaria y su chofer.

Y cuando llegan a la etapa judicial, los casos se vuelven a entrampar; como, por ejemplo, el de Humala, que tiene ya cuatro años en esa instancia.

Se requieren, pues, muchas mejoras, pero a la vez hay motivos para un cierto orgullo por lo que la justicia ha avanzado en el Perú.


* El autor fue ministro del Interior en el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski.






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Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad