Iván Alonso

En , la cuna del sistema de reparto, como son la mayoría de los sistemas públicos de , el gobierno socialdemócrata de Olaf Scholz ha anunciado una transición hacia un sistema basado en cuentas de capitalización individual, como lo es, entre nosotros, el sistema privado de pensiones. Mientras los congresistas aquí quisieran desangrarlo hasta desaparecerlo, los alemanes piensan en alumbrar uno igual. No son los primeros. Dinamarca, Holanda y otros han adoptado, al menos, parcialmente un sistema de capitalización, ante las falencias de los sistemas de reparto.

La etiqueta es engañosa, como suelen ser las etiquetas. Alude a que los aportes de los afiliados al sistema se reparten, supuestamente, entre los jubilados. No es exactamente así como funcionan los llamados sistemas de reparto, pero eso no es lo esencial. Lo esencial es que no hay relación (o, en todo caso, hay una muy tenue) entre lo que aporta un afiliado a lo largo de su vida laboral y las pensiones que recibe después de jubilarse. Con la tendencia de los políticos a ofrecer lo que no es suyo, la mayoría de estos sistemas terminan desfinanciados.

Una cuarta parte de las pensiones de los jubilados alemanes se paga actualmente con fondos del presupuesto público. Los ingresos del sistema no son suficientes. El plan de Scholz y su ministro de Finanzas, Christian Lindner, representante del Partido Liberal en la coalición de gobierno, consiste en transferir 12.000 millones de euros anuales a un fondo administrado por una fundación independiente. El fondo aumentará con la rentabilidad que obtengan sus inversiones y también con el producto de la privatización de participaciones estatales en algunas empresas. De aquí a diez años el fondo habrá llegado a unos 200.000 millones de euros y comenzará a repartir un “dividendo” entre los jubilados. Eventualmente, cada afiliado tendría su propia cuenta de capitalización, su fondo individual, como en los sistemas privados de pensiones.

A diferencia de los sistemas de reparto, los sistemas de capitalización no se desfinancian por una sencilla razón: que la pensión de cada jubilado depende de lo que haya acumulado en su cuenta de capitalización. La cuenta se alimenta de sus aportes durante toda su vida laboral. Pero eso no garantiza una buena pensión. Para tener una buena pensión, la rentabilidad de las inversiones hechas con esos aportes es fundamental. Sin rentabilidad, da lo mismo guardar la plata en una caja de zapatos que aportarla a un fondo de pensiones.

¿Podrá, en Alemania, invertir los fondos la fundación independiente que administrará ‘Generationenkapital’ tan bien como lo haría un grupo de administradores privados compitiendo entre sí por la preferencia de los afiliados –de los afiliados, no de un ministerio ni de una entidad supervisora estatal–? La procedencia estatal de los fondos puede convertirse en un problema. Cuánta independencia tendrá realmente, qué inversiones le serán prohibidas, permitidas o acaso exigidas, habrá que verlo.

Sea como fuere, lo más importante es el reconocimiento de que los sistemas públicos de pensiones no dan para más. Alemania lo ha hecho expresamente. Francia, hace poco, lo hizo tácitamente, con una dura batalla política del presidente Emmanuel Macron para aumentar la edad de jubilación de 62 a 64 años y reducir así las obligaciones futuras del sistema, que se ha convertido en una pesada carga para el fisco.

Iván Alonso es economista

Contenido Sugerido

Contenido GEC