Primero fue ella. Luego, su voz quebradiza que irrumpía entre los bocinazos del jirón Cusco, dejó de ser la única. Hoy son tres los invidentes que cantan canciones de amor en la calle a cambio de las monedas que les dejen los peatones. Todos llevan un micrófono y un altoparlante. A veces coinciden y en los descansos se reúnen a conversar.
Pero no están solos. Hay también vendedores de golosinas, juguetes y álbumes; niños que dibujan con tiza personajes de la televisión sobre el suelo, un vendedor de bastones y otro de libros. A veces aparece una mujer que ofrece huevos de codorniz y por las noches otra vende tejas. Y todo esto solo en una cuadra. La oferta varía de acuerdo a la hora. La mayoría le ha puesto ruedas a sus pequeños puestos o lleva en las manos lo que ofrece, así pueden evadir con rapidez a los municipales, aunque, a decir verdad, a estos muy poco se los ve.
Los ambulantes han vuelto al Centro de Lima. Bueno, en realidad, nunca se fueron. Quedaron aquellos que se formalizaron y recibieron autorización para trabajar después del reordenamiento que realizara el entonces alcalde Alberto Andrade en 1997. No pocos intentaron sacarle la vuelta a la autoridad, en particular en la zona del Mercado Central, pero la situación se mantuvo controlada. Hacia finales de la administración Castañeda, la presión edil empezó a flaquear y con Susana Villarán solo hubo operaciones efímeras. Casi no hay cuadra donde no se vea a estos vendedores. Y su número se incrementará por la Navidad.
Que no se crea que el centro no ha vuelto a ser ese gigantesco escaparate callejero que alcanzó su clímax en los 90, cuando era posible encontrar un auténtico atuendo militar en la esquina de Lampa y Colmena, un ejemplar del informe Uchuraccay sobre una vereda de la avenida Tacna o comer un poderoso combinado de a sol de impredecibles consecuencias gástricas en el Parque Universitario. Pero los vendedores están ahí. Ganándose el pan a costa del orden y del respeto por la ciudad que con mucho esfuerzo se había alcanzado.
En los últimos días, la Municipalidad de Lima, con apoyo policial, ha intensificado su labor de control, en particular en Mesa Redonda, escenario de un pavoroso incendio que mató a más de 200 personas en diciembre del 2001. Sin embargo, en los hechos la acción represiva se parece a las operaciones que realiza Indecopi y la fiscalía para combatir la piratería: sirven para la foto y la notita de prensa, una vez concluidas, la mercadería es repuesta y vuelven a trabajar.
La clave es encontrar una solución integral, es decir, impulsar la organización de los vendedores, formalizarlos y reubicarlos en galerías o en zonas autorizadas, acompañados por operaciones de control y fiscalización a fin de que las calles no vuelvan a ser invadidas.
Evidentemente, esta gestión ya no tiene tiempo para hacerlo. Han sido cuatro años desperdiciados por la ausencia de un norte definido. Es un pasivo más, como las obras inconclusas en la Costa Verde, que el villaranismo deja en herencia al alcalde Castañeda. Por el bien de la ciudad, ojalá no pasen otros cuatro años sin que se afronte con seriedad este problema.