Alonso Cueto

Los limeños amamos el . Aunque nos quejemos, no cesamos de pensar en nuestro futuro en medio de la humedad, la neblina, el cielo gris, las gotas impalpables de una madrugada. La imagen que hemos enviado de al mundo está marcada por su famosa neblina. No tenemos muchas canciones, ni novelas, ni poemas dedicados al verano –esa época relajada de fugas y horarios reducidos–, pero en cambio hemos dado un estatus artístico al invierno.

En el inicio de “La casa de cartón”, Martín Adán lo definió como “raro invierno, lelo, frágil”, una cualidad poética que subyuga a ese adolescente que mira el mundo desde su reclusión en alguna casa de Barranco. El inicio de otro gran libro, “Conversación en la Catedral”, describe la Avenida Tacna como un escenario de “automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris”, lo que da lugar a la famosa pregunta de esa novela. Unos años antes, en “Los gallinazos sin plumas”, Julio Ramón Ribeyro había hablado de “la hora celeste” en la que “una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada”. Pero Sebastián Salazar Bondy es más radical: “Lima, rostro que ha tallado en la niebla su gesto menos glorioso, color que se disuelve en el cielo como un azúcar mortecino, paz que se extiende entre una nube y una lágrima, ¿cómo eres?”.

La música criolla no ha vivido ajena a las condiciones de la neblina y el invierno limeño. El maravilloso ‘one-step’ de Felipe Pinglo clama con un tono celebratorio: “Llegó el invierno con sus rigores, las bellas flores a hacer sufrir”. Más duro es Samuel Joya que, en su “Tristezas de invierno”, canta: “Al tender sus tentáculos negros en las calles de mi gran ciudad esas noches tan crudas de invierno un misterio en su seno traerán”.

De todas las menciones a la neblina y al invierno de Lima, por supuesto, la más impresionante es la que hace Herman Melville en el capítulo 42 de su obra maestra “Moby Dick”. Es allí donde afirma que Lima es “la ciudad más extraña y triste que pueda verse”. Esa cualidad no se debe a los terremotos que derriban catedrales, ni a los embates de sus frenéticos mares, sino a otro motivo. “Lima ha tomado el velo blanco y existe el más alto horror en esa blancura que define su tribulación”, pues “mantiene siempre nuevas sus ruinas”. Melville termina definiendo la neblina como esa “rígida palidez de una apoplejía que define sus propias distorsiones”. Más adelante, uno de los personajes afirma: “No hace falta viajar. Todo el mundo es Lima”. Un texto de Estuardo Núñez en su libro “Viajes y viajeros extranjeros por el Perú” analiza ese pasaje y también nos informa de la descripción poco halagüeña que hizo Robert Louis Stevenson del Callao poco tiempo después. La descripción de Melville es una consecuencia de su estadía en Lima entre finales de 1843 y comienzos de 1844.

De todos los escritores, sin embargo, el que logró introducir la neblina como una atmósfera interior fue José María Eguren. En esos versos de “Simbólicas” y de otros libros, las figuras desrealizadas, espectrales –caballos desbocados, duendes, niñas azuladas–, siempre aparecen mediatizadas por un invierno inmovilizado.

El invierno es la estación que nos define, la que amamos sin saberlo. Algunos piensan que parte de la parálisis de nuestra vida política y social se debe a la neblina que nos paraliza. No lo sé. Solo sé que no renunciaremos a buscar algo de luz al final de las nubes que se avecinan.

Alonso Cueto Escritor