Sostiene Emilio Ocampo, en “Análisis económico del populismo”, que “el populismo no es una ideología, sino una forma de hacer política”. Es decir, no es un marco de ideas estructuradas, sino una manera de practicar el ejercicio político o, si prefieren, una estrategia para conseguir (o retener) el poder.
Ante quienes practican la política desde los marcos teóricos, desde la izquierda hasta la derecha, el populista goza entonces de una ventaja competitiva en la lucha por el poder. Mientras un candidato, sea de izquierda o de derecha, requiere mantener cierto grado de coherencia en sus propuestas y narrativa, el populista puede saltar de un extremo al otro sin preocupaciones.
Al populista, por otro lado, no le interesan las consecuencias de sus propuestas y actos, sino la atracción que las mismas suscitan en el electorado. Dado que es el discurso el que predomina sobre la coherencia de los postulados, puede sustentar muchas veces la cuadratura del círculo sin producir una mueca que lo delate. Puede, por ejemplo, sostener que “por justicia” se deben destinar fondos inexistentes para un grupo de beneficiados, sin importar el impacto fiscal que la norma puede tener (costo que asumen, incluso, los “beneficiados”).
El populista se favorece de esa enorme distancia que existe entre la realidad y su discurso. Para el ciudadano promedio, el erario nacional es público y, por lo tanto, de todos, sin importar la procedencia de sus recursos. Así, cuando alguien ofrece dinero (sea un bono, un reintegro, una devolución u otro), la pregunta no es de dónde provendrán los recursos, sino dónde paso a reclamarlos. Las cuentas, el tesoro, la responsabilidad fiscal y monetaria, entre otras formas de poner en claro la cuantificación de dichas propuestas, son lo último que le interesa al populista, ya que es la aprobación (y los votos) la que guía sus acciones. Exigirle al populista responsabilidad, y al beneficiario de sus propuestas cautela, es baladí.
¿Qué hacer ante la amenaza populista? Es la pregunta del millón. Como tantos países lo demuestran, nadie está libre de caer en dichas manos.
Educar a la ciudadanos para que no escuchen estas promesas arriesgadas es, por supuesto, una salida, pero de muy largo plazo (razón suficiente para empezar cuanto antes). Desenmascararlos se presenta como otra respuesta, pero muchas veces el efecto es el inverso: el populista, al verse atacado, se defiende arropándose bajo las necesidades del beneficiado (“el pueblo”), y se fortalece aun más.
Las mallas institucionales, por otro lado, son a veces un corsé –para la sociedad– antes que una defensa ante los embates populistas. Estos no tienen límites, y no les importan las reglas, mientras que las instituciones sí deben acatarlas.
Como vemos, las sociedades tienen pocas herramientas de defensa ante el embate populista. Por ello, las sociedades e instituciones deben esforzarse más que nunca a la hora de combatirlos. Con ellos las cosas pueden ponerse peor. Mucho peor.