Sobre poder, lealtad y disenso es interesante comentar las reflexiones de dos juristas de reconocimiento mundial, uno proveniente del Viejo Mundo y el otro del nuevo. Me refiero a Karl Loewenstein, que en 1957 publicó su “Teoría de la Constitución”, y a Germán J. Bidart Campos, que en 1985 hizo público un libro que tituló “El poder”.
Loewenstein, el famoso jurista alemán, nos explicaba, en relación con la anatomía del poder político, que la vida del hombre en sociedad y la totalidad de las relaciones humanas se encuentran regidas por tres incentivos fundamentales, que de una manera misteriosa están unidos y entrelazados: el amor, la fe y el poder, en loque llamó la enigmática triada.
Como indicaba Loewenstein, todos sabemos que el poder de la fe mueve montañas y que el poder del amor es el vencedor de todas las batallas, pero él nos advertía que no era menos propio del hombre el amor al poder y la fe en el poder y que, así como la historia demostraba cómo el amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre, daba cuenta de que el poder lo había hecho con la miseria de este.
El hombre puede sentir y experimentar estas tres fuerzas vitales, pero no llega a conocer su interna realidad, quedando todo esfuerzo humano por querer comprenderlas reducido solo a sentir; es decir, a constatar y valorar sus manifestaciones, efectos y resultados.
A su turno, Bidart, jurista argentino, reflexiona sobre la lealtad, que es vista por todos como una virtud y que puede ser racional o emocional. Como comenta el referido autor, será racional si responde a razones y si por razones “razonables” no exige sacrificar principios superiores que deben prevalecer sobre la adhesión; y podrá ser también emocional, en cuyo caso la racionalidad decrece, pudiendo incluso en algunos casos ausentarse completamente.
En relación con el poder, también hay esa distinción: la lealtad racional, que está referida a una lealtad al sistema político y sus valores, con una aceptación de las reglas de juego que el régimen incluye; es decir, una lealtad a las instituciones constitucionales. Pero también hay, sin lugar a duda, lealtades personalizadas; esto es, al líder o a quien ocupa un lugar principal, como puede ser quien ejerce la presidencia de la república.
Estas lealtades personalizadas son menos racionales y responden a cuestiones emocionales, y es claro que la lealtad al gobernante no siempre implica legitimidad al sistema. A contrapelo de ello, en la adhesión al poder institucionalizado la racionalidad queda despojada de emotividad.
En el Perú, lamentablemente, la clase dirigente es muy proclive a las lealtades personalizadas y no a las institucionales. Quizás esto responda al viejo dicho –casi un principio institucionalizado– de “a mis amigos todo; a mis enemigos, la ley”.
Cabe recordarles a los líderes de hoy –a todos en general– que, como sentencia Bidart, la lealtad a un sistema democrático requiere el disenso con aquellos actos de poder que son incompatibles con el sistema. Ser leal con el líder de turno no implica una adherencia incondicional, ni fervorosa ni ciega. Lo que debe primar es lo racional y el respeto a las reglas de juego, con lealtad a los principios que inspiran a estas.
La lealtad no es servilismo ni es incompatible con la discrepancia, aunque para muchos esto suene a blasfemia.