“Necesitábamos del sacrificio de los buenos y los humildes para borrar el oprobio de los malos y soberbios”, escribió Manuel González Prada recordando la gesta del 8 de octubre de 1879 en punta Angamos. En el “combate homérico” Miguel Grau pudo rendirse al enemigo, pero comprendió que estaba condenado a morir por esa “voluntad nacional” que representaba. Hay un sino trágico en la figura de Grau, un hombre que asumió la responsabilidad de defender la primera línea de combate a punta de habilidad y coraje. Porque mientras la escuadra chilena que cercó al Huáscar era el producto del trabajo concertado de una burocracia estatal que entendió que la guerra se ganaría en el mar, en el Perú el marino piurano suplicó por frazadas, velas para alumbrar las cámaras del monitor y municiones para rifles y ametralladoras que nunca llegaron. Por muchos años hemos conmemorado el heroísmo de un puñado de peruanos que se negaron a rendirse ante una fuerza superior. Lo que nos hace olvidar que ese heroísmo es la expresión más acabada de un sentimiento nacional sin apoyo estatal.
Tras la captura del Huáscar, el teniente Pedro Gárezon pidió a Enrique Simpson, el teniente chileno del Cochrane, permiso para buscar el cadáver de Grau, el cual no había sido encontrado. El hallazgo de los restos de Grau ocurrió, muy entrada la tarde, entre los cuerpos despedazados de otros peruanos que yacían regados en el glorioso monitor. Lo que encontró Gárezon fue “un trozo de pierna blanca” desde “la mitad de la pantorrilla al pie, el que estaba calzado con botín de cuero”. El cuerpo roto del almirante y de todos los que se eternizaron en esa jornada memorable simboliza la ofrenda de una nación abandonada a su suerte en las aguas del Pacífico. Porque junto a la hazaña de Grau y la tripulación del Huáscar, que aflora en las celebraciones patrióticas, es tiempo de que recordemos la negligencia de los que permitieron tamaña hecatombe.
Hace algunos meses se inició la campaña Somos Grau, Seámoslo Siempre. A partir de la actualización de este paradigma y de los valores a él adscritos, sugiero regresar con Grau a Saweto. De esta comunidad nativa en la región del Ucayali partió, hace algo más de un mes, Edwin Chota y un grupo de dirigentes asháninkas para encontrarse con la muerte. Su único pecado fue solicitar la titulación de las tierras comunales, cuarenta años después de la dación de la Ley de Comunidades de la Selva. Es decir, evitar la depredación de su patria, defendiendo sus recursos naturales.
Los cuerpos despedazados de Chota y sus acompañantes, tirados al río por sus verdugos, traen al presente ciertos aspectos de la vivencia de Angamos. Por un lado, un sentimiento nacional que conmueve hasta las lágrimas. Por el otro, la incapacidad e indiferencia del Estado ante el sentir ciudadano. Al igual que Grau, Chota intuyó su muerte y solicitó en innumerables oportunidades por un apoyo que nunca llegó. Me gustan las celebraciones históricas. Sin embargo, este 8 de octubre prefiero reflexionar sobre la responsabilidad de los que enviaron a Grau a morir, olvidando que tenía una esposa, hijos y, sobre todo, el derecho a la vida. ¿Hasta cuándo solicitaremos a los peruanos que sean héroes solitarios e incluso mártires anónimos en lugar de exigirles a las autoridades que cumplan con los deberes señalados claramente en la Constitución?