Jane Goodall cumplió el último viernes 80 años y lo celebró en San Francisco, California. A la celebración arribaron, desde diversos puntos del globo, reconocidos empresarios, celebridades, familias y personas tocadas por su mensaje de paz, optimismo y reconciliación.
Jane es pequeña y frágil, pero cuando sonríe y habla es inmensidad. Su trato es amable, nunca se le escapa una palabra hiriente, de odio o pesimismo. Lo suyo es ser luz para redescubrirnos como individuos capaces de cambiar el rumbo de las cosas y de comprender que estamos, aquí y ahora, para abrir nuestro propio camino y recorrerlo con alegría, haciendo el bien.
“¿Podemos demostrar que tenemos alma?”, se pregunta estremeciendo a quien la escucha. Y ella misma responde: “Mucha gente cree que no tenemos alma. ¿Entonces, cómo podemos afirmar que un chimpancé o cualquier animal no la tiene?”. Ese tipo de pensamiento es típico de la notable primatóloga británica Jane Goodall, y oyéndola solo quedan ganas de comer verduras. De hecho es una vegetariana convencida de que la dieta puede ayudar a conservar el ambiente, detener el cambio climático y evitar el sufrimiento de millares de animales criados a escalas industriales.
Creer en el alma no puede constatarse científicamente, es un asunto de fe o de una sensibilidad especial. Goodall, formada en las ciencias, ¡oh escándalo, también cree en Dios! (lo que no le cae bien a la atea comunidad científica).
Su certeza sobre el alma nació de un sentimiento en las selvas del Gombe, África. “Creo que todos los seres vivos tienen una chispa de vida, un poder misterioso que les permite estar sobre la Tierra”, dice.
El año pasado, a su paso por el Perú, dejó una huella profunda. Hoy son varios los grupos de jóvenes que están organizándose para sacar adelante, en sus comunidades, colegios y barrios, el proyecto Roots and Shoots (Raíces y Brotes), que moviliza las buenas intenciones hacia acciones concretas de protección de la naturaleza, rescate animal y apoyo a los menos favorecidos.
Jane no intenta imponer sus ideas, solo sacudirnos de la pereza en que nos hunde la cómoda vida contemporánea. Esparce sus semillas sabiendo que alguna caerá en buena tierra y florecerá. Flor tras flor se ha ido formando un ejército que protege el ambiente por una convicción ética y no por ideologías ni intereses subalternos.
Considera que hemos fallado como especie, pues despilfarramos recursos y consumimos más de lo necesario, porque hemos construido un mundo en el que no se les permite a los niños serlo ni divertirse como tales, al aire libre, desconectados a algún aparato.
Nos enseña que la biodiversidad es como una orquesta interpretando una sinfonía. ¿Qué pasa si día a día le quitamos instrumentos a la orquesta? ¿Qué música podrá interpretar? Y así nos enseña que los chimpancés, nosotros, ella y todo aquello que nos rodea –plantas, agua, paisaje y animales– son parte de esa música que debe seguir sonando potente y clara.
Una música que quizá sea esa alma común, esa chispa que a todos nos une sobre el planeta.