Hace algunos días leí una columna de Jeremías Gamboa que me dejó pensando. En el Perú, subrayaba el joven y talentoso escritor, estamos acostumbrados a jamás tender puentes. Ello por lo difícil que resulta trascender “la fantasía cavernaria” de la desaparición de una mitad para la prevalencia absoluta de la otra. Plantear, de manera tan abierta, un problema que nos persigue desde la fundación de la República es encomiable. Sin embargo, pienso que en algún momento deberíamos proponer una discusión que ayude a entender los orígenes de un comportamiento tan nocivo para la convivencia nacional, que se expresa en la política, los negocios, las artes e incluso el mundo académico.
Identificar la raíz de un “estilo de vida” que socava la comunidad no debe remitir a los lugares comunes, atribuir tan solo a la herencia colonial la discriminación que nos agobia. La idea es, más bien, entender históricamente un comportamiento que atraviesa todos los estratos sociales e imaginar fórmulas que ayuden a construir una cultura de respeto por el otro.
La “cultura de la guerra” es el concepto que utilicé en uno de mis libros para explicar el modelo instaurado por los militares que gobernaron el Perú durante los siglos XIX y XX. En el proceso electoral de 1851, que sentó la coreografía y escenografía de las elecciones que le sucedieron, el general José Rufino Echenique contrató matones, distribuyó armas entre sus seguidores, se valió de la prensa para destruir honras y finalmente triunfó. El civilismo que dos décadas después enfrentó a la poderosa maquinaria militar, instalada en el poder luego de la independencia, no pudo eludir las prácticas violentas que en teoría buscaba eliminar. Por ello, el balance de la década de 1870 que culmina con la Guerra del Pacífico es devastador: dos presidentes asesinados (José Balta y Manuel Pardo), un ministro de Guerra (Tomás Gutiérrez) colgado de unos de los campanarios de la Catedral y un ejército en estado de disolución.
¿Es la violencia contra el otro, su destrucción física y simbólica, la única herencia de una guerra larga que se tornó en conflicto interno luego de la salida del ejército del rey?
Hay una anécdota de la batalla de Ayacucho (1824) que muestra que el momento fundante de la República exhibe un comportamiento cívico que lo hace único. A lo que me refiero es al trato digno que recibieron los adversarios por parte de los patriotas. La humanidad exhibida por José Antonio de Sucre y su comando es en verdad notable. Es importante recordar que Sucre, como otros patriotas, perdió a casi toda su familia durante la guerra revolucionaria. Ello no le impidió redactar el Tratado de Armisticio para la Regularización de Guerra, que enalteció el respeto al vencido.
Nadie duda de que existe una deuda de la República para con miles de peruanos, y ello genera crispación y violencia. Pero también es cierto que existe una cultura de la guerra que se expresa de manera cotidiana. Hoy observamos horrorizados los usos de la guerra a muerte y sus consecuencias en la franja de Gaza. Sería muy bueno que reflexionemos, también, sobre cuán implacables podemos ser los unos con los otros y que un cambio en esa forma de relacionarnos sumaría en favor de todos. Porque, como lo demostraron Sucre y el propio Miguel Grau, hasta en la guerra existe un espacio para la compasión y la humanidad.