El costumbrista español del Ochocientos, Mariano José de Larra, decía: “El Diccionario de la Academia tiene la misma autoridad que todo el que tiene razón, cuando la tiene.”
Efectivamente, el lexicón oficial no es santa palabra. Yerra, omite y comete otros deslices que lo maculan. Sin embargo, aun así, es el mejor que tenemos, como nos lo recordaba Cuervo.
Pero –insisto– se equivoca. Por ejemplo, se equivoca al decir que el anticucho consiste en trocitos de carne asados a la parrilla.
Pedro Manuel Benvenutto Murrieta, que sin duda se espantaba de semejante definición, reprocha, y con razón, y nada menos que a Palma y Arona, dos grandes limeñistas del Ochocientos; Benvenutto les reprocha haber definido muy mal el anticucho. Arona supuso disparatadamente que el anticucho se hacía de carne y se freía en la sartén y Palma se imaginaba que el anticucho era de hígado.
“¿No, señores, no! –exclama Benvenutto–. Los anticuchos son trocitos de corazón de vaca, condimentados con ajos, cominos y ají, ensartados en una cañita y fritos a la parrilla.” (Fritos, no asados, como dice la Academia.)
Cojudogenia y cojudógeno
Con el primer vocablo se designa la producción de cojudeces y con el segundo se nombra al que las produce. En el Perú, como es obvio, hay mucha cojudogenia y abundan los cojudógenos. Estos neologismos se me ocurrieron el 18 de junio de 1980, en casa de Armando Robles Godoy, donde un grupo de intelectuales y artistas nos reuníamos quincenalmente para conversar de temas culturales. Algunos de los asistentes, entre chanzas y veras, usaban ocasionalmente los dos neologismos de mi creación. Más adelante se disolvió el grupo y no volví a tener noticia de mis ocurrencias léxicas. Muchos años después y con gran satisfacción las vi incluidas en el Diccionario de Peruanismos, de Juan Álvarez Vita. Lo cual quiere decir que han tenido alguna difusión y un cierto arraigo.
Entre nosotros, y en general en todo el mundo, pero sobre todo entre nosotros, la cojudez es realidad humana sobresaliente y por ende cojonudo el léxico de lo cojudo, variopinto y numeroso, de primera calidad, como tenía que ser, en consonancia con la calidad quintaesenciada de nuestra propia cojudez.
“En el Perú –dice Sofocleto–, la cojudez va mucho más allá de las definiciones, la gramática, la etimología y los diccionarios. Es necesario vivir nuestra cojudez, más que definirla. Es indispensable llevarla en el andar, la piel, la sangre, el alma… respirar a través de ella, arrullarse con su hipnosis colectiva y amarla con esa ternura infinita que sólo un cojudo puede poner en la cojudez.”