Entre la tribu de extranjeros que en diversas épocas llegaron al Perú y residieron en esta tierra por largo tiempo, hasta dejar sus huesos en ella, probablemente la figura más reconocida y entrañable sea la del geógrafo y naturalista italiano Antonio Raimondi. No por nada es el único extranjero que ha llegado a figurar en un billete de nuestra tormentosa historia monetaria, como fue el de los cinco millones de intis, que habitó en nuestras carteras allá por 1990 y 1991.
Raimondi nació en Milán el 19 de setiembre de 1824, en un hogar que su biógrafo Ettore Janni describe como de cierta holgura, pero signado por un halo trágico, porque, de los siete hijos, la mayor parte murió prematuramente. Antonio era el penúltimo. Desde niño mostró afición por la naturaleza y la investigación. La lectura de naturalistas como Buffon y de libros de viajes como los de Colón, Cook, Humboldt y Darwin lo llevó a proyectar una vida en los trópicos, visitando regiones ignotas y descubriendo nuevas especies. En el jardín botánico de su ciudad natal, gozaba admirando un enorme cactus traído del Perú, que llegaba hasta el techo y se ramificaba en el cielo raso como una tarántula. Un día fue cortado, causándole un hondo pesar. Quizás entonces decidió emigrar al lejano país de donde provino esa extraña pero querida criatura.
El Perú al que llegó Raimondi el 28 de julio de 1850 era la joven nación que acababa de toparse con la bonanza de las exportaciones de guano. Los recursos dejados por este fertilizante permitieron cierta modernización que, aunque de carácter algo superficial, ayudó a que las habilidades de personas como Raimondi cayesen como botón en el ojal. Se construyeron ferrocarriles, se creó una Facultad de Medicina y Ciencias Naturales, se abrió una Escuela de Ingenieros y comenzó la colonización de la Amazonía. Para todo ello se requerían profesores y expertos que no le hiciesen ascos a salir al campo sobre una mula y pernoctar a cielo abierto en un catre de campaña.
Los 40 años que vivió en el Perú pueden dividirse en dos etapas: los primeros 20, en los que se dedicó a recorrerlo en numerosos viajes, y los siguientes 20, en los que se esforzó por verter en una obra a la que tituló “El Perú” la síntesis de sus investigaciones. La vida no le alcanzó para completar esta segunda tarea. Conspiraron problemas de financiamiento y de salud, pero hubo luego publicaciones póstumas que, en cierta forma, han completado su proyecto.
En vida publicó obras pioneras de descripción de las riquezas naturales del país, como su estudio sobre el departamento de Loreto, de 1862, que dio a conocer una región que recién se incorporaba a la vida nacional. Su monografía sobre el departamento de Áncash, una década más tarde, y el catálogo de minerales del Perú, que preparó para la Exposición Internacional de París de 1878 y que llevó a que nuestro país ganase ahí una medalla de oro, fueron otras muestras de su valía. Dejó muchos otros escritos acerca de temas como las aguas minerales y potables del país, las minas de oro de Carabaya y los yacimientos de guano y salitre. En su magnífica biografía sobre Raimondi, Giovanni Bonfiglio ha calculado en más de seis mil páginas los textos publicados por el sabio milanés y ha aclarado con solvencia que nunca escribió la polémica frase del mendigo y el banco de oro que corrientemente se le atribuye.
En el segundo centenario de su nacimiento, podemos decir que Raimondi es una de las personas que dieron a conocer al Perú. No solo para el mundo, sino para sus propios habitantes. En uno de sus escritos, pidió a los jóvenes del país tener fe en lo que llamó “su grandioso porvenir”. Como el querido cactus de su infancia, vino a morir en un país lejano, pero en el que creció hasta inundar su cielo.