En vista de que resulta difícil encontrar ejes claves de debate en la campaña para las próximas elecciones parlamentarias debido a la dispersión que provoca el voto preferencial, varios temas de discusión se han centrado en las reglas de juego y en el impacto de algunas de ellas. Una de estas es el caso de los votos blancos y nulos que se presentan en toda elección. Según nuestro ordenamiento jurídico, si estos alcanzan a superar las dos terceras partes del total de votos, la elección se anula. Sin embargo, esto que a algunos emociona y a otros asusta tiene sus bemoles.
En las elecciones parlamentarias de este siglo (2001, 2006, 2011 y 2016) los votos no válidos –es decir, los votos blancos y nulos– pasaron del 21,4% al 35% en 15 años. ¿De dónde proviene ese crecimiento? En ese mismo período de elecciones, los votos blancos pasaron del 10,1% al 12,8%, un crecimiento no tan significativo. En cambio, los votos nulos crecieron del 11,3% al 22,2% en dicho lapso. En consecuencia, los votos inválidos crecieron debido a que lo hicieron los votos nulos.
Sin embargo, es necesario precisar lo que significa el voto nulo. Hay una idea muy extendida que considera que el voto nulo es, sobre todo, un voto de rechazo o de protesta contra la elección y, particularmente, contra los candidatos y partidos que se presentan en esta. Pero lo que no se toma en cuenta es que se confunden dos tipos de votos nulos que tienen un origen distinto. El primero es aquel voto en donde el elector, de manera consciente y voluntaria, decide marcar o escribir claramente en la cédula de votación su rechazo o protesta. Este sería, con más precisión, un voto ‘viciado’, que en el momento del escrutinio pasa a ser considerado como ‘voto nulo’. Pero hay otro tipo de voto, el segundo, que nace del error en el momento de votar. El elector los comete en un número considerable, y en el escrutinio se considera también como ‘voto nulo’. ¿Cuál es nulo por voluntad y cuál por error?
Para intentar responder esta pregunta, tenemos un dato interesante. En las elecciones del 2011, se registraron un 3,4% de votos nulos a nivel presidencial y un 12,7% a nivel parlamentario. Y en la última elección del 2016, para la elección presidencial los nulos llegaron al 5,6%, mientras que a nivel parlamentario escalaron al 22,2%. Todo parece indicar, entonces, que el voto nulo, en el caso parlamentario, no parece ser un voto de rechazo (viciado), sino más bien un voto nulo derivado de errores al momento de votar. Esta afirmación se refuerza con el texto “Jornada electoral” (ONPE, 2001 y 2002), donde se tiene la única referencia tomada directamente de la observación del escrutinio. Allí se encuentra que un 75% de electores en Lima usa el voto preferencial y 79% en Huamanga, la otra provincia tomada en el estudio. El error en usar el voto preferencial es de un 10%, pero lo más interesante es que aquellos que realmente desean viciar su voto, como modo de protesta o rechazo a las candidaturas, representan menos del 1%. Por lo tanto, el voto nulo es, básicamente, consecuencia del error del elector al momento de votar. ¿Cuándo se dan más votos de rechazo? En elecciones presidenciales en segundas vueltas, donde las alternativas se reducen a dos candidatos. Por ejemplo, en el 2011 los votos nulos pasaron del 3,4% en primera vuelta al 6% en segunda, y en el 2016, del 5,6% al 6,2%.
En consecuencia, plantear incrementar los votos inválidos para anular una elección (más del 66% del total) como forma de rechazo es políticamente discutible y prácticamente imposible. Pero, si eso sucediera, una vez anulada la elección, se convocaría a una nueva elección parlamentaria, con los mismos partidos que no tendrían muchas razones para no presentar a los mismos candidatos. No tendríamos Congreso en marzo y todo se postergaría por varios meses cruzándose con las elecciones del 2021, con lo que se crearía un caos. Si de rechazar el proceso se trata, esta es la peor fórmula.