"Existe un perverso concierto en socavar la poca institucionalidad que se ha logrado construir" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Existe un perverso concierto en socavar la poca institucionalidad que se ha logrado construir" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Javier Díaz-Albertini

En los últimos siete días, por lo menos cuatro columnistas de este Diario (Saldaña, Requena, Tudela y Villegas) coincidieron en comentar la noticia de que el (WEF, por sus siglas en inglés) considere en sus proyecciones para el 2022 que el “colapso del Estado” sea el principal riesgo de nuestro país.

A pesar de que todos los columnistas mencionados hacen hincapié en que la debilidad del es un problema antiguo y estructural, sus opiniones siguen dando la impresión de que recién, bajo la conducción de , es que arribamos a una apocalíptica proyección del colapso. En realidad, es algo que sucede desde hace un buen tiempo. Y el mismo WEF ha resaltado este hecho. En sus informes anuales –por lo menos desde el 2015– el “colapso del Estado” siempre ha estado entre los primeros tres riesgos para el Perú, alcanzando el primer lugar en el 2018 y el 2022. Asimismo, iba acompañado de otro riesgo similar denominado “fracaso en la gobernanza nacional” –ya no utilizado desde el 2021– que, inclusive, ocupó el primer lugar en el 2016 y en el 2020.

Si analizamos las situaciones presentadas por el WEF para describir el “colapso del Estado”, rápidamente llegamos a la conclusión –como hacen Requena y Villegas– de que la erosión de instituciones es la que está detrás de todas las demás. La incapacidad para prevenir y resolver conflictos, las debilidades del Estado de derecho y la interrupción del orden constitucional están íntimamente ligadas al hecho de que las instituciones no están realizando sus funciones. Hace buen tiempo que la institucionalidad ha sido desbordada por apetitos personales, “élites” económicas (formales e informales) excluyentes y comportamientos depredadores. Lo que vivimos actualmente con el Gobierno de Castillo es una enorme cereza sobre un pastel que hace tiempo se está desmoronando.

Existe un perverso concierto en socavar la poca institucionalidad que se ha logrado construir. Por ejemplo, solo basta ver cómo los extremos (derecha e izquierda) se aúnan para frenar o dar muerte a la reforma universitaria o a la de transporte. Es decir, a dos intentos importantes de institucionalizar. Por eso, creo que lo pertinente no es declarar un inminente colapso, sino intentar responder a dos principales preguntas. Primero, ¿cuánto tiempo puede continuar el deterioro sin poner en jaque nuestra viabilidad como nación? Y segundo, ¿qué podemos hacer para frenar y revertir la debacle?

En términos del deterioro, la mala noticia es que podemos continuar con un colapso en cámara lenta por un largo período. La razón fundamental es que a muchos les conviene o se han acostumbrado. Vivimos en una suerte de realidad alterna en la que la norma muchas veces no regula al poderoso, pero tampoco protege o empodera al débil. Es lo que algunos analistas llaman una “anomia inducida”, que dificulta el pleno desarrollo de las dos funciones principales de la norma: regular e integrar (cohesión social). En los últimos años, hemos sido testigos de cómo hemos estado perdiendo la capacidad para regular. Sin embargo, la cohesión social se ha mantenido sobre la base del respeto a normas informales. ¿Por cuánto tiempo más?

Bajo esta precariedad, no obstante, difícilmente construimos desarrollo o, en el peor escenario, sobreviviremos un desastre de gran magnitud. Sin un Estado fuerte y efectivo, por ejemplo, jamás lograremos la educación de calidad que nos permitirá salir adelante como país. O si ocurriera un cataclismo que afectara a un sector importante de la población, es altamente probable que desaparezca la cohesión social actualmente pegada con babas. Y ni hablar de la capacidad de imponer orden.

¿Qué podemos hacer? En el muy corto plazo, defender lo avanzado. Cuando los ciudadanos son conscientes de los beneficios que traen consigo las leyes justas, tienden no solo apreciarlas, sino también a defenderlas. En los últimos años, hemos experimentado varias veces esas chispas de defensa de la institucionalidad democrática. En el mediano y largo plazo es indispensable redoblar esfuerzos para construir un Estado inclusivo. Imposible, me dirán. Simplemente, miren lo que hemos logrado con la vacunación: universalidad, igualdad, organización, compromiso y eficiencia. Y más importante aún, ha sido una política de Estado, logro importante en un sistema acostumbrado a inventar la pólvora en cada nuevo gobierno.