Apocalipsis zombi, por Gonzalo Portocarrero
Apocalipsis zombi, por Gonzalo Portocarrero
Redacción EC

La gente que presume de práctica diferencia la fantasía de la realidad como si la primera fuera una mera ilusión y la segunda la verdad irrefutable. Así, asimila lo fantástico a lo entretenido pero irrelevante. Esta opinión, sin embargo, oculta el enorme poder de la imaginación. Para empezar, la fantasía es el laboratorio del futuro, la actividad que permite dar rostro a los deseos y temores que nos acechan. Entonces en el campo de la imaginación se viene a tomar contacto con lo reprimido y negado, y ahí lo enfrentamos de una manera que puede tener, en nuestra vida cotidiana, consecuencias liberadoras o perturbadoras. 

Todos tenemos nuestras fantasías. Cuando no estamos concentrados, emergen dentro nuestro voces e imágenes que nos cuentan diversas historias. Historias puestas en movimiento por los anhelos, añoranzas, temores y odios de la vida cotidiana. Y no es muy distinto lo que ocurre en la sociedad. En realidad, las fantasías personales se suelen desarrollar sobre la base de guiones que nos son dados por la sociedad y que personalizamos de manera que terminamos escogiéndonos a nosotros mismos dentro de la galería de posibilidades o modelos que el mundo nos ofrece. Entonces, por ejemplo, nos proyectamos hacia el éxito o nos castigamos por no estar a la altura de lo exigido. 

Y el imaginario colectivo se renueva gracias a la conjunción de lo social y lo personal. Así, se generan narrativas globales que permean la imaginación de centenares de millones de personas, en tanto en estas historias la gente reconoce la verdad de su mundo. Un ejemplo es el apocalipsis . Las narrativas del fin del mundo ya pasaron de moda, y en su reemplazo ha surgido el género posapocalíptico: una gran desgracia se ha abatido sobre la humanidad y hay muy pocos sobrevivientes. La mayoría se ha transformado en zombis. 

Los zombis son gente que ha resucitado. Son remedos de seres humanos, pues no piensan y están movidos por una voracidad incontrolable. Torpes y elementales, pero feroces, su único objetivo es comer. Son peligrosos pues, aunque no actúen coordinadamente, su número es muy grande y todos convergen en la caza de los pocos sobrevivientes que viven huyendo. Tampoco hay mucha solidaridad entre los hombres y mujeres que quedan. Prima el “sálvese quien pueda”, de manera que abundan las traiciones y enfrentamientos por los recursos cada vez más escasos. Solo los vínculos de sangre más estrechos impulsan a arriesgarse por el otro. La única manera de liquidar a un zombi es destruyendo su masa cerebral. No sirven otros medios, pues el zombi está empujado por lo que queda de su cerebro a tratar de satisfacer el hambre insaciable que lo atormenta. 

¿Cómo explicar la fijeza de estas convenciones que definen el imaginario del apocalipsis zombi? Creo que todos sabemos la respuesta. Aunque no la hayamos pensado, resulta claro que el universo zombi es una metáfora bastante realista de la sociedad donde vivimos: un mundo poblado de gente individualista y obsesiva, donde los afectos y valores no logran producir una mínima cohesión social, y reina, por tanto, la figura del depredador. Entonces la mayoría de la gente está “muerta”, pues ha perdido su humanidad. Claro, los sobrevivientes son una esperanza, pero siempre están acosados y no son necesariamente la gente más noble. El apocalipsis zombi representa una alegoría bastante realista de la sociedad actual. Hombres y mujeres reducidos a la condición de organismos voraces, sin afectos, ni valores, ni inteligencia. Definidos por el empeño de (comer) más. 

La fantasía del apocalipsis zombi nos gusta porque nos hace oscuramente conscientes de la naturaleza del mundo en que vivimos. En este sentido se tiene que rescatar su valor crítico. Ningún espectador desea la muerte de los últimos sobrevivientes. Y todos intuimos que solo habrá futuro sobre la base de vínculos de solidaridad y confianza. 

En las principales ciudades del mundo se escenifican las llamadas caminatas zombis. Decenas de miles de jóvenes salen a las calles disfrazados de zombis. Marchan torpe y entrecortadamente en una atmósfera de alegría y carnaval. Y en estas marchas se suelen reunir fondos para causas altruistas. Es curioso pero jugar a la condición zombi produce buen humor y solidaridad. Es como si los jóvenes se percataran de que ellos no pueden ser lo que temen, que esta fantasía es propia de gente sin ilusiones, o que es un llamado a recuperarlas.

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