Un padre se queja frente al televisor porque el equipo de fútbol del que es hincha está perdiendo. Su hijo le pregunta: “Papá, ¿los árbitros meten muchos goles?”. “No, hijo, ¿cómo se te ocurre?”. El chico le contesta: “Es que siempre dices que perdieron por culpa del árbitro”.
No entiendo por qué alguien quisiera ser árbitro. Si gana tu equipo, nadie se acuerda de él. Pero si pierde se acuerdan de él y de toda su familia. Y es de esperar que los equipos malos se quejen más del árbitro que los equipos buenos. Lo culpan de todos sus errores.
Un equipo que siempre pierde y es incapaz de mejorar quisiera poder influir en el árbitro. Sería perfecto que sea elegido por los hinchas del equipo y que si decide algo en contra de sus intereses, pueda ser sancionado por un comité de disciplina nombrado por el presidente del club. Pero con ello se desvirtuaría todo el juego. Sin imparcialidad no hay árbitro.
Hace unos años el Estado Peruano tomó una decisión reconocida internacionalmente como innovadora y moderna. Decidió que las controversias derivadas de contratos del Estado quedarían sujetas a arbitraje. Fue un gran avance. Se aceleraron los procesos y la calidad de la discusión mejoró y se hizo más técnica y sofisticada.
Pero el Estado se comporta como el niño picón dueño de la pelota que, si no lo dejan ganar, se va con su pelota a otro lado. Como el niño no sabe jugar bien, trata de manipular al árbitro. No solo escoge su equipo, sino que decide quién va a arbitrar y qué le pasará si no permite que su equipo gane.
Así hemos asistido por años a una escalada continua de piconería del Estado para portarse como el niño de la pelota. Ha hecho todos los esfuerzos para establecer reglas que conduzcan a los árbitros a darles la razón. Y esa escalada se ha consumado con la aprobación de la nueva Ley de Contrataciones.
No creo que el Estado pierda más arbitrajes que los que perdía en juicios. Pero, al menos en mi experiencia, buena parte de los casos que pierde no tienen nada que ver con el árbitro. El Estado ejecuta pésimo sus contratos. Es arbitrario y prepotente. Cambia un funcionario en la entidad y esta le pide cupo a la empresa para no resolverle el contrato o reconocerle sus derechos. Y además ejecuta las cosas con los pies. Las pruebas lo condenan. Su conducta en la cancha es como la de ‘Kukín’ Flores.
Pero además suele defenderse pésimo. No es extraño que nombre malos árbitros. Más de una vez me ha tocado un árbitro desconocido en un caso grande. Es pasivo y no se mete en el caso. Pareciera que el funcionario que lo designó escogió a su amigote a condición de que reparta el honorario que recibirá.
Pero como los tribunales arbitrales no deciden siempre como el Estado quiere, se ha dedicado a “estatizar” a los árbitros. Les pone requisitos, como ser expertos en derecho administrativo, que es casi como pedir que el árbitro de fútbol sea hincha de un equipo. Solo se pueden nombrar árbitros de un registro del Estado. Y en el colmo del desparpajo, se sujeta al árbitro a un consejo de ética nombrado por tres ministerios (es decir, por una de las partes, el Estado). Es casi como poner a Alfredo González en el comité de disciplina de un árbitro en un partido de la ‘U’.
¿Que el arbitraje es malo para el Estado? Eso no es cierto. Al Perú le va muy bien en otro sistema de arbitraje: el de inversiones, que suele verse en el Ciadi. El país ha ganado casi todos sus casos. Pero allí hizo lo contrario a lo que ha hecho con el arbitraje de contratación pública. En lugar de tratar de presionar al árbitro, armó un buen equipo. Creó una comisión que organiza la defensa y contrata a los mejores abogados del mundo para ver sus casos.
Y es que si se quiere ser campeón, es mala estrategia comprar árbitros. La mejor estrategia es jugar bien y tener un buen equipo. Si no el Estado va a terminar como Brasil.