En el 2010 el Perú tenía una cartera de proyectos mineros que sumaban una inversión de US$66.000 millones. Algunos, incluidas ampliaciones de minas existentes, se han ejecutado con cuantiosas inversiones que del 2011 al 2014 han sumado US$34.000 millones. Sin duda, esta inversión minera contribuyó a generar el crecimiento promedio de 5,1% anual en aquellos cuatro años (pese a que ese promedio incluye el magro resultado de 2,3% que se dio el año pasado).
Es preciso tener en cuenta que si bien la inversión minera se desarrolla en un período muy largo, la influencia en el crecimiento se da desde el inicio e involucra impactos de sectores que incluye decenas de tipos de servicios y sectores industriales. Se ha dado una diversificación industrial de grandes proporciones gracias a la minería.
Se sabe que la inversión minera creció de manera impresionante desde niveles insignificantes de solo US$211 millones en 1993 hasta su máximo anual de US$9.700 millones en el 2013, para luego declinar de manera igualmente pronunciada. La inversión minera representó casi la cuarta parte de toda la inversión privada de ese año. Desde entonces hemos visto la abrupta disminución de tales inversiones en tándem con tasas de crecimiento negativas en la inversión privada total.
El deterioro de los precios de exportación de los metales conspira contra la rentabilidad de la minería. Sin embargo, el Perú se caracteriza en el mundo como un productor minero de bajo costo. El costo de la electricidad es quizá el elemento que favorece más a la minería en el país, con precios inferiores a la mitad de los prevalentes en los países de nuestros competidores más próximos. No solo son los procesos mineros altamente intensivos en el uso de energía, sino que hoy el bajo costo energético permite procesos económicos de desalinización y bombeo de agua hasta la operación minera.
Algo similar sucede con los costos laborales, que pese a estar entre los más altos a escala nacional, estos se encuentran también alrededor de la mitad que en Chile y hasta en la sexta parte de los costos laborales australianos. Aunque estas cifras no están ajustadas por diferenciales de productividad laboral, es fácil colegir la importante ventaja que esto representa.
En el Instituto Peruano de Economía (IPE), hemos identificado proyectos retrasados o no iniciados por razones ajenas a las decisiones de las empresas; principalmente por barreras burocráticas y conflictividad social. Es alrededor de este fenómeno en el que el Estado parece inerme y en retirada ante lo que en realidad es un tigre de papel: un pequeño grupo bien organizado y financiado que, cual circo itinerante, migra de proyecto en proyecto soliviantando a la población menos informada y aplicando conocidos métodos de ataque a distintos aspectos de las operaciones mineras, en particular los estudios de impacto ambiental (EIA).
Frente a estos grupos, que cuentan en la mayoría de los casos con la complicidad de las autoridades locales y los llamados “grupos de defensa”, el Estado no existe. Las autoridades del Gobierno Central tras estar irresponsablemente ausentes, se hacen finalmente presentes al más alto nivel a pedido del movimiento antiminero para cumplir con el ritual de inútiles “mesas de diálogo”, donde el punto fundamental a tratar es el fin de la violencia a cambio de la cancelación del proyecto, en un acto en que el Estado termina legitimando y fortaleciendo a los enemigos del desarrollo local que se supone es su deber promover.
Cuán distinto es tal comportamiento al de un Estado que acompañe al proyecto minero desde sus etapas más tempranas, que lleve recursos y proyectos de desarrollo concretos a la zona, difunda información veraz entre la población y, por otro lado, confronte con operadores políticos al movimiento minero con información de inteligencia previamente acopiada y con la ley en la mano.
Un plan mínimo del próximo gobierno debe echar a andar al menos tres proyectos que pueden sumar la inversión de cerca de US$10.000 millones que se pueden realizar en unos tres años, pero que desde su iniciación dinamizarán la economía de manera notable. Tal cifra implica un aumento de la inversión privada directa del 10% por año y aproximadamente algo más de 1 punto adicional a la tasa de crecimiento del PBI, al que deberá agregarse todo el efecto indirecto en otros sectores y la elevación de la confianza empresarial.