Imagínense cómo hubiese sido atravesar la pandemia, protegiéndonos entre todos y respetando las distancias, sin el arte en nuestras vidas. Sin la música, sin las ficciones, sin el color, sin los símbolos y sin todo aquello que disfrutamos y que nos hace pensar. Es un lugar común decir que hubiese sido difícil imaginar un momento así sin arte. Sin embargo, quisiera traer a escena una paradoja que se ha hecho evidente. A pesar de que muchas veces se le ha considerado como un aspecto “no utilitario” de la actividad humana, el arte ha demostrado una utilidad extrema en esta época de crisis. No obstante lo anterior, no ha recibido el apoyo suficiente no solo del Estado, sino de nosotros como público al que todavía le falta aprender a consumir lo que nuestros artistas producen. Como si fuera poco, el arte ha resaltado que uno de los aspectos educativos que tenemos que reforzar en la casa, la escuela y la sociedad es la educación artística, pues –como hemos atestiguado en esta emergencia– la educación no pasa solo por acumular conocimientos, sino por entrenarnos para entender sensibilidades diferentes a la nuestra, compartir emociones de forma pacífica y encontrar maneras de transmitir los saberes de modo que quien nos escuche pueda integrarlos a sus propias vivencias. No creo equivocarme si digo que hoy estamos cosechando el no haber promovido antes la educación artística de una manera más vigorosa y efectiva o el valorar no solo el placer que el arte podía ofrecernos, sino la sensibilidad y las herramientas que, a través de su aprendizaje, podríamos adquirir como sociedad. Y es irónico decir esto desde América Latina, donde no siempre hemos tenido a los políticos, pero sí, felizmente, a los artistas que merecemos.
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