“Quieren hacerme parecer como un imbécil”, se ha quejado el ministro del Interior, Daniel Urresti, como si sus infelices referencias sobre el sicariato no hubiesen sido de su autoría, sino urdidas por algún diabólico personaje que, escondido en la penumbra, ansía que sus incomprendidos esfuerzos por derrotar a la delincuencia fracasen estrepitosamente.
Algo parecido debe haber pensado, también en su momento, el general Armando Artola, primer ministro del Interior del velascato, cuando su apariencia fiera y temible se diluía en las estruendosas carcajadas que provocaban los innumerables chistes que se fabricaban en su memoria.
O Jorge del Castillo, que antes de convertirse en el ministro preferido del empresariado local, fue un empeñoso candidato a la Alcaldía de Lima que parecía vivir en el regazo de su mentor, el entonces presidente Alan García. Esta cercanía, aderezada por algunas torpezas, le valieron convertirse en el personaje más mentado de cuanta reunión social se organizara en los tormentosos años ochenta. Hasta se publicó un libro –“¿Sabes la última de Del Castillo?”, de Carlos Tovar– con una divertida compilación de chistes y caricaturas que lo tenían como protagonista.
También Gustavo Saberbein, reputado economista que, en su afán de disfrazar el espanto inflacionario del primer alanismo, acuñó dos conceptos que fueron la delicia de los caricaturistas de la época: inflación neta e inflación bruta. Una cruda dosis de humor involuntario en pleno reinado de la leche Enci y el pan popular.
El ministro Urresti está muy equivocado. Nadie ha tramado un complot en su contra ni quiere verlo sometido al ridículo. Su lugar en esta galería del absurdo se lo ha ganado con su propio sudor o, mejor dicho, su propia labia. Que no culpe a otros de sus yerros.
Aunque él mismo no lo crea, ningún peruano de bien quiere que fracase. Por el contrario,el país ansía que su gestión sea exitosa. Más allá de que las fotografías sean su debilidad y los micrófonos su delirio, la gente está harta de que las calles sigan siendo inseguras, que raqueteros y extorsionadores la agobien sin descanso y los sicarios no le permitan vivir en paz.
Según la propia policía, cada día muere una persona víctima de un crimen por encargo. ¿Cómo puede decir entonces, ministro, que el sicariato solo preocupa a los delincuentes?
Pero seamos sinceros. Urresti no es el principal culpable de esta indignante sinfonía de desaciertos que lesiona lo poco de institucionalidad que le queda a la policía. La culpa es de quien maneja la batuta o, para ser más precisos, quien comparte su manejo.
Apenas se dio cuenta de que la inseguridad ciudadana era una papa demasiado caliente, el presidente Humala evadió el encargo. Nunca quiso enfrentarla con la decisión y el liderazgo que requiere. Y el plan para combatirla –que existe– no se aplicó adecuadamente.
Cinco ministros del Interior después, eligió a un militar sin mayores conocimientos, a fin de que realizara una labor efectista que le permitiese ganar unos puntos en las encuestas. Hoy el país –y Urresti– paga caro tanta improvisación.