"Los disparos de los atacantes eran intensos y sin tregua. Tenían más de cien armas de fuego". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Los disparos de los atacantes eran intensos y sin tregua. Tenían más de cien armas de fuego". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Héctor López Martínez

Hay sucesos que merecen la ‘damnatio memoriae’, la ‘condena al olvido’, que se aplicaba en la antigua Roma a hechos o personas, mayoritariamente por razones políticas. Pero en el caso que motiva este artículo creemos que es necesario recordar, aunque nos desagrade, actos abyectos que deshonran a la especie humana para que no vuelvan a cometerse nunca más en nuestra patria.

Los primeros días de setiembre de 1919 Lima vivía un clima intenso de temor y desasosiego. El prefecto de la capital había declarado que tenía un informe fidedigno donde constaba la existencia “de un inicuo plan para atentar contra la vida del presidente y la estabilidad del gobierno”. Al amparo de ese pretexto, que eso fue realmente, la policía detuvo a los líderes más connotados de la oposición. Leguía, hombre inteligente y con instinto político, estaba convencido de que no podía gobernar a su libre albedrío sin destruir primero a los partidos.

Para cohonestar sus designios, Leguía ordenó que se organizara una gran manifestación en su apoyo que debía tener lugar el día 10 a las 5 de la tarde. Desde el mediodía de la fecha señalada, gente proveniente del Callao y de los barrios populares de Lima se fue concentrando en la plaza Zela –hoy San Martín– y de inmediato el pisco y la butifarra, junto con las arengas de capituleros, fueron caldeando los ánimos de la turba que a las 4 de la tarde avanzó por el Jirón de la Unión con destino a Palacio de Gobierno.

Ya en la Plaza de Armas, Leguía salió a uno de los balcones palaciegos y habló a la multitud enardeciéndola aún más con acusaciones contra los “enemigos de la patria”, los “corruptos explotadores del pueblo” y otros denuestos del mismo jaez. Poco después de las 7 de la noche concluyó el discurso presidencial y la turba, fuera de control, marchó ligera con dirección a “La Prensa”, que fue saqueada e incendiada. Otros piquetes de malhechores hicieron lo propio con los domicilios de Augusto Durand, jefe de los liberales; Ántero Aspíllaga, líder civilista; y Antonio Miró Quesada, director de El Comercio y expresidente del Senado, quien pocos días antes, junto con su esposa e hijos mayores, había viajado a Nueva York. En su casa solo quedaban sus hijos pequeños al cuidado de unos familiares que pudieron salvarlos milagrosamente.

El grueso de la turba, que según cálculos de la época eran unas seiscientas personas que no se fatigaban de proferir imprecaciones rabiosas cargadas de odio, atacaron el local de El Comercio. Defendían esta casa editora solo catorce personas. Seis de ellas, armadas con carabinas de caza, protegían la azotea; los demás aguardaban el furibundo ataque en el empedrado patio, atrincherados detrás de gruesas bobinas de papel y empuñando revólveres de variado calibre. Es de justicia recordar los nombres de estos gallardos personajes: Aurelio, Miguel, Luis y Óscar Miró Quesada, Marcial Helguero y Paz Soldán, Carlos Solari, Carlos de la Guerra, Óscar Vega, Roberto Lama, Octavio Espinoza Saldaña, Carlos von der Heyde, Octavio Pedraza, Tomás Miró Quesada y Juan Antonio Tizón.

Los disparos de los atacantes eran intensos y sin tregua. Tenían más de cien armas de fuego. Otros lanzaban piedras y, los más avezados, entraron al patio con botellas de kerosene, una suerte de lo que después se llamó cocteles molotov, y provocaron el incendio del área administrativa. Después de angustiantes cuarenta minutos, la turba comenzó a retroceder y dispersarse, y entonces pudieron actuar libremente los bomberos de la Roma y la Francia, apagando el fuego. Hubo muertos y numerosos heridos. Una hora más tarde, Leguía envió a El Comercio una comisión “deplorando el atentado”, mientras en Palacio festejaban la criminal “hazaña”. Esa misma noche, los dueños de El Comercio acordaron la construcción de un nuevo edificio, moderno, cómodo y, sobre todo, seguro; el actual, que en el 2024 cumplirá cien años.

Desde el día siguiente, centenares de personas de toda condición social se acercaron a El Comercio para expresar su solidaridad con el decano de la prensa nacional. Los más importantes diarios de América y Europa elevaron su protesta por lo ocurrido con la “La Prensa” y El Comercio. Pero nada pudo detener las deportaciones que se intensificaron, al igual que las prisiones de adversarios políticos reales o presuntos. Cundían las calumnias y las más repugnantes venganzas. Cientos de personas se autoexiliaron y no pocas solo volverían al Perú en 1930, luego de la caída de Leguía. Fijando su posición sobre estos hechos, El Comercio dijo editorialmente: “Nuestro Diario no ha halagado nunca instintos anárquicos de los elementos que, con daño del país, pretenden perturbarlo; ni ha amparado tampoco jamás los abusos del poder; porque sabe que sobre la fuerza y la injusticia no puede vivir ningún pueblo ni ningún régimen de gobierno”. Rememorando este episodio, escribió Carlos Miró Quesada Laos: “El gobierno de Leguía fue malo, pero aunque hubiera sido bueno, hubiera terminado de todos modos en la orfandad popular. Los mitos políticos son ráfagas, llamaradas o relámpagos. Y nada de eso es permanente”.