Qué fácil sería que los problemas del país se resolvieran dictando leyes. Podríamos, por ejemplo, decretar el fin de la actual pandemia. Y, por qué no, firmar la autógrafa que anuncie que somos un país libre de pobreza, desigualdad, corrupción, inseguridad ciudadana y un infinito etcétera. Porque, como bien sabemos, el papel aguanta todo. Pero nuestra golpeada economía y débil institucionalidad, no.
La aprobación de la ley de ascenso automático y nombramientos de profesionales de salud va en esa línea. La norma, que había sido observada por el Ejecutivo y que carece de un análisis cuantitativo y cualitativo que permita dimensionar su impacto, autoriza el proceso de ascenso automático excepcional por años de servicio para el personal del Ministerio de Salud (Minsa), sus organismos públicos, gobiernos regionales y Essalud. Es decir, prioriza tiempo de trabajo, no eficiencia.
Qué duda cabe de la labor fundamental e inigualable que realizan millones de profesionales de la salud. Aunque especialmente crítica hoy, debe siempre ser reconocida y, por supuesto, correctamente remunerada. Pero esta no es la forma de hacerlo.
En términos económicos, dado que la sostenibilidad financiera de la disposición congresal no ha sido prevista, demandará mayores recursos al Estado y, consecuentemente, afectará el equilibrio del presupuesto público. Según cálculos del Ministerio de Economía y Finanzas, implicará más de S/2.400 millones en gastos de personal solo para el Minsa y Essalud. Esto cuando, producto de la emergencia sanitaria, esta última institución cerrará el año con un déficit de más de S/2.500 millones.
De nada sirve que repitamos hasta el cansancio que el Legislativo no tiene iniciativa de gasto. Un Legislativo que, además, no tiene posibilidad de reelección, nefasta propuesta del Gobierno cuyas consecuencias estamos pagando hoy todos. Porque, ¿cómo opera alguien que no tiene nada que perder frente a quien sabe que su desempeño determinará su permanencia o no en el puesto que ocupa?
Justamente esa meritocracia es la que este Parlamento elimina con la aprobación de esta ley. Vulnera los principios de igualdad de oportunidades y podría derivar en que otros sectores busquen el mismo beneficio. Ese escenario no solo será inviable en términos económicos, sino que –y esto es lo más grave– se tiraría abajo el esfuerzo por implementar líneas de carrera basadas en el desempeño del trabajador. Y si algo requiere nuestro país es institucionalidad formal.
En el sector salud, la coexistencia de distintos regímenes laborales lleva a que empleados que realizan la misma labor reciban diferentes remuneraciones. Para avanzar hacia la equidad laboral y aumentar la productividad lo que necesitamos a gritos es mejorar la gestión. Es decir, enriquecer las capacidades de todos los profesionales dedicados a la salud: desde el personal administrativo hasta aquellos que se dedican a la formulación de políticas públicas y al gobierno del sector en sus tres niveles –local, regional y central–. Esto solo se logra con una adecuada formación y con una carrera pública basada en la meritocracia. Hagamos las cosas en orden, siguiendo la lógica de mejora del sistema y, sobre todo, buscando siempre mejorar los servicios que recibimos los ciudadanos.
Esta ley es una más que el Ejecutivo enviará al Tribunal Constitucional para que determine –confirme, diríamos– si, en efecto, es inconstitucional. En lugar de estar todos trabajando seriamente por salir de la crisis y pensar en soluciones estructurales, estamos dedicados a apagar los incendios que vienen desde el Parlamento.