"Pero esa intimidante, abrumadora diversidad es, tal vez, también la causa de nuestras dificultades para organizar una convivencia funcional" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Pero esa intimidante, abrumadora diversidad es, tal vez, también la causa de nuestras dificultades para organizar una convivencia funcional" (Ilustración: Giovanni Tazza).

Hoy, a las 11 a.m., en el Museo de Arte de Lima (MALI), presentaremos el “Atlas del Perú”, de la editorial Pichoncito, ilustrado por Mariana Bahamonde y editado por este servidor. Intentar poner al alcance de los niños una comprensión integral de nuestro país es un desafío que, por mi accidentada –y a veces ciclotímica– relación con la patria, no podía dejar pasar.

En los tortuosos años 80, mi padre catalogaba obsesivamente recortes y publicaciones con la etiqueta “Idea del Perú” con el objetivo, nunca materializado, de sintetizar sus reflexiones en un libro. Eran los tiempos en los que el debate académico en sociología había convertido en sentido común la negación de una identidad nacional, y en historia se discutía acaloradamente la “independencia concedida”. El historiador Pablo Macera había lanzado su estruendoso ‘dictum’ “el Perú es un burdel”. Luego fue refutado por el psicólogo Baldomero Cáceres: “los burdeles están bien organizados”. Todos los días en los noticieros, periódicos y revistas, y en las largas sobremesas familiares, la realidad política y social ponía en entredicho la viabilidad, la racionalidad, incluso, de nuestra convivencia. ¿Es posible, sostenible, el Perú en el largo plazo?, era una pregunta que requería algún previo entendimiento, aproximativo aunque sea, de ¿qué es el Perú?

Porque su existencia la intuí siempre en conversaciones e intercambios callejeros con compatriotas del todo diferentes, en antiguas fotos y retratos familiares, en asombrosas historias y anécdotas de nuestros mayores, en la invocación y recuerdo de nuestros muertos –héroes y antepasados–, en el disfrute compartido y extenso de los abundantes potajes y los escasos triunfos deportivos; en la vivencia del día a día convirtiéndose casi inmediata, imperceptiblemente en narrativa y, a veces, también en epopeya. Era –¿es?– el Perú, pues, tangible en lo cotidiano, pero inasible en un plano más abstracto –político, jurídico, cultural, espiritual–. Para el nominalista en que me fui convirtiendo con los años, fue difícil abarcar en una sola idea platónica de país a un territorio y población tan diversos y complejos. El científico inglés David Bellamy sostiene que, ante un desastre planetario, el Perú sería el país que habría que salvar para evitar que se pierda la biodiversidad, hija de una accidentada geografía y su variabilidad climática. Lo mismo aplica a la población y la cultura: somos cuna de civilizaciones y receptor de “todas las sangres”, como pocos países. El Perú es, pues, una suerte de despensa, no solo alimenticia, de la humanidad. Para el filósofo de la historia Arnold J. Toynbee, las civilizaciones prosperan ahí donde el territorio presenta extrema dificultad, pero a la vez responde generosamente a las soluciones creativas. Desde la agricultura desértica costeña hasta la magnífica arquitectura inca –sin rueda para el transporte lítico–, el Perú puede dar fe.

Pero esa intimidante, abrumadora diversidad es, tal vez, también la causa de nuestras dificultades para organizar una convivencia funcional: nos aferramos a la diferencia para que prevalezca nuestra especificidad –“mi” forma de ser peruano–, en lugar de reconocernos mutuamente y buscar denominadores comunes. Algunos habrá, digo yo, si no, ¿cómo explicar el milenario y persistente (pero muchas veces fallido) intento de forjar una sola organización política unitaria que abarque los territorios y poblaciones del centro Pacífico de América del Sur, el cual comenzó hace 3.500 años con el “horizonte temprano” de la cultura Chavín? Ese terco intento, muy anterior a la adopción de nuestro nombre actual –que Raúl Porras Barnechea identifica con la denominación conquistadora de las tierras hacia el sur de los dominios del cacique Birú, de Panamá– es lo que he terminado por identificar, acercándome a la cincuentena, como la esquiva idea del Perú que con ahínco perseguía mi padre.

Hace pocos días, el magistrado constitucional José Luis Sardón recordaba en la Universidad San Pablo de Arequipa que el historiador italiano Ruggiero Romano aconsejó a los peruanos dejar de preguntarnos por la identidad nacional y buscarla, más bien, en los aspectos más prosaicos de la vida. Solo cuando me tocó plasmar la abrumadora complejiidad del Perú en un atlas para niños pude regresar a ese Perú tangible, cotidiano de mi infancia, para incluir todos sus elementos en un compendio gráfico, explícito, barroco, inmenso, que sueño contribuya a que las generaciones posteriores encuentren más fácil de entender este querido, emocionante, inefable país.

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