Pedro Castillo Terrones fue elegido presidente del Perú con la esperanza de que lograría mejorar las condiciones de vida de los peruanos, sobre todo de aquellos que se sienten excluidos de los beneficios del crecimiento y el desarrollo. Quienes votaron por él en primera vuelta lo hicieron con la idea de que, al ser un hombre del campo, podría entender mejor las necesidades de los más pobres del país. Quienes le dieron su voto en la segunda vuelta lo hicieron con el hígado, para impedir que ganara Keiko Fujimori. Y lo hicieron a sabiendas de que Castillo no estaba preparado para gobernar. Que con él llegaba la izquierda recalcitrante, retrógrada y corrupta. Esa prima hermana de Sendero Luminoso y sus herederos que venían para capturar el poder y quedarse. Y como no podía ser de otra manera, en los primeros cinco meses de su gobierno, Pedro Castillo nos ha demostrado una incapacidad absoluta para gobernar un país de ingreso medio alto como el Perú.
Castillo es, como bien lo ha descrito Moisés Lemlij, un hijo del azar. Y es que, en este país de desconcertadas gentes, es preferible tirarnos al abismo –una vez más– y condenar a la pobreza y la miseria a millones de peruanos, pero sabiéndonos dignos, decentes, moralmente responsables. Y en esa superioridad moral nos declaramos vigilantes. Una más de las tantas mentiras que nos contamos mientras nos miramos el ombligo y juramos que estamos cada vez más cerca de la OCDE, lenguaje inclusivo de por medio.
El Perú está muy lejos de ser una democracia funcional. Los distintos niveles de gobierno –el gobierno central, los gobiernos regionales y las municipalidades provinciales y distritales– han sido capturados por el crimen organizado. Sea porque miembros de las mafias que operan en el país postulan directamente a cargos de elección popular a través de movimientos políticos o porque compran al poder de turno en beneficio de sus grandes negocios. Y estamos tan acostumbrados a la corrupción que ya nadie se sorprende. Karelim López y Samir Abudayeh serán en pocas semanas solo una anécdota más en un país que lucha por salir del subdesarrollo. ¿O será tal vez que estamos tan cómodos en la miseria y la corrupción que somos nosotros mismos quienes nos metemos cabe, para luego fingir indignación?
En estos cinco meses de gobierno, Castillo nos ha regalado 87 escándalos de corrupción, ilegalidad y abuso de poder. Juan Silva, el ministro de Transportes que pone la cabeza de funcionarios públicos en manos de mafias del transporte a quienes, además, ofrece leyes para condonar multas de tránsito, sigue en el cargo. Su ministerio tiene un presupuesto de S/12.546,51 millones para el 2022, 70% del cual será dirigido a proyectos de infraestructura vial, portuaria, ferroviaria y aeroportuaria. ¿Podemos los peruanos confiar en que, dados los antecedentes, esos procesos se adjudicarán con transparencia, priorizándose aquellos más urgentes? Permítame ponerlo en duda.
La corrupción enriquece a unos cuantos a costa de la gran mayoría de peruanos. Pero afecta en mayor medida a los peruanos más pobres, aquellos que necesitan del Estado para satisfacer sus necesidades básicas, como poder alimentarse. Son esos peruanos con los que juega Pedro Castillo, y quienes más están siendo afectados con la incertidumbre generada por el Gobierno y las políticas que, desde la PCM y el MEF, impulsan Mirtha Vásquez y Pedro Francke. Quienes, por cierto, son dos de los mejores cuadros de Verónika Mendoza. Saque su línea.
A pesar de lo anterior, el presidente de todos los peruanos aprovecha las fiestas y se toma unos días libres en su natal Chota, aunque aún no tengamos ministro de Educación. El país está nuevamente, como tantas veces en nuestra historia, a la deriva y la indignación selectiva no va a lograr sacarnos de la crisis.
Contenido sugerido
Contenido GEC