Un día como hoy, en 1750, el virrey Manso de Velasco recibió a un sacerdote quien le informó que, en el confesionario, se había enterado del plan de un grupo de indios y mestizos del Cercado para ingresar de noche al palacio, asaltar a sus guardias y asesinarlo a él y a los altos funcionarios. Los indios planeaban, a continuación, masacrar a los blancos de la ciudad (como sucedió 40 años después en Haití), para unirse después a las fuerzas de Juan Santos Atahualpa y restablecer el gobierno inca.
Advertido el virrey, infiltró un espía entre los conspiradores gracias al cual en pocos días supo que la rebelión sería el 29 de setiembre, fiesta de San Miguel, y que participarían en ella unas 2.000 personas. El 26 de junio Manso mandó detener a los conspiradores y a los principales negros de las cofradías, seis de los cuales, luego de haber sido sometidos a tortura, fueron ejecutados en la plaza mayor el 22 de julio y muchos más, enviados a las prisiones de Chile.
El virrey pensó en amnistiar al resto de conjurados, pero uno de ellos, Francisco García Jiménez, escapó a Huarochirí, juntándose allí con otros que asesinaron a 14 españoles y cortaron el camino por donde pasaba gran parte importante del comercio de Lima con la sierra. Ante el temor que la revuelta se extendiera a otras regiones, el virrey envió un batallón de 400 hombres al mando del marqués de Monterrico que, en menos de un mes, sofocó la revuelta y nuevos cabecillas fueron ejecutados.
Desde el asesinato de Pizarro por los almagristas en 1541, también un mes de junio y coincidentemente advertido por otro sacerdote que traicionó el secreto de confesión; y desde la misteriosa muerte del Conde de Nieva por motivos que se creen “galantes”, no hubo en esos 200 años de gobierno colonial ningún intento de eliminar a un virrey. ¿Cuál pudo ser el origen de esa conspiración india y mestiza que incluía el asesinato del gobernante? Gran parte se debió al inmenso desorden que reinaba en Lima desde 1746, año del terremoto destruyó en dos minutos casi todas las 3.000 casas de la capital, la mayoría de sus conventos, hospitales e iglesias, y los dos mayores símbolos del poder virreinal: la Catedral y el Palacio de Gobierno.
El pueblo indígena presenció en los años siguientes cómo los habitantes de la hasta entonces poderosa Lima, vivían en las ruinas de sus casas, padeciendo hambre y epidemias, mientras las autoridades se concentraban en el recojo de los muertos, la atención de los heridos, la reapertura de las calles y la lenta reconstrucción de los edificios, sin poder frenar la delincuencia que aprovechó del desorden para asaltar a los damnificados. Y en esa debilidad institucional, vio la oportunidad de intentar lo que parecía inconcebible. Tal vez el sismo era el mensaje de un dios más poderoso.
Reconociendo la justicia de su causa, la fallida rebelión de los indios y mestizos del Cercado es un ejemplo más de cómo la ausencia de autoridad se percibe y aprovecha inmediatamente por los grupos sociales para avanzar en sus reclamos. Pero en el desorden y la falta de autoridad, como ocurrió entonces y sucede ahora, también crecen los asaltos y la delincuencia común.