Alexander Huerta-Mercado

Como en muchos otros en la historia de Roma, en este episodio se funden los hechos, el mito y la cultura popular. Se dice que los generales romanos, luego de una victoria, eran recibidos en la ciudad con una especie de desfile que dejaba en claro lo poderosos y eternos que los descendientes de Rómulo y Remo se sentían. En este, el triunfante general desfilaba en un carruaje acompañado por un esclavo que sostenía, a la altura de su sien, una corona de oro en señal de victoria y que le susurraba constantemente al oído: “recuerda que solo eres un humano”.

Hemos heredado de los romanos este tipo de festividad cívico-militar de desfiles pomposos y la verdad es que, en estos días, he pensado mucho en los jóvenes que han visto llegar a Palacio de Gobierno a presidentes elegidos como “salvadores” o “restauradores” que luego terminaron demacrados y conducidos hacia un penal que pareciera ser la continuidad de la sede de gobierno.

Lejos de ser visto con la ilusión de que el Poder Judicial “hace justicia”, siento que los jóvenes perciben que los exmandatarios cometieron delitos demasiado evidentes como para ser pasados por alto o que se “quedaron solos” al ser caudillos sin respaldo político una vez que cayeron en desgracia. Es como una fórmula que se repite y aburre. Se vota contra alguien, se elige a un jinete solitario que hace alianzas para lograr postular y que, en una lógica tradicional propia de una comunidad basada en la reciprocidad, debe devolver favores una vez en el .

Así, los jóvenes se unen a las conversaciones cotidianas donde la muletilla permanente es “todos entran para robar” y nos sumimos en una apatía resignada y nada cómoda. Así también, veo que hay poca simpatía hacia todo tipo de líder convencional; sea del clero, cuando el pensamiento religioso es reemplazado por corrientes espirituales; sea de la familiar, cuando esta es reemplazada por los grupos de pares; o sea de la autoridad política, cuando las ideologías parecen haber mutado en emociones que se defienden sin diálogo.

Soy consciente de que la historia de la humanidad está llena de luchas contra el poder y que hace más de 200 años un rey francés perdió la corona y la cabeza, cambiando para siempre la perspectiva que tenemos ante las autoridades y reemplazando toda influencia religiosa del poder por el uso de la razón. A su vez, entiendo que el siglo XX cuestionó esa misma razón. Que, junto con el desarrollo científico, vinieron dos guerras mundiales, dos bombas atómicas, dos ideologías extremas y el Holocausto. La invasión a Vietnam por parte de Estados Unidos y los reclamos universitarios en Francia impulsaron las revoluciones juveniles de los 60 cuyos ecos aún vivimos. Y, en el caso particular del Perú, podemos comprender por qué un gran número de jóvenes parecen desinteresados de una política que solo ofrece un espectáculo desolador en el que las personas con poder contradicen frente a ellos los principios impulsados en la familia y en la escuela.

Lo que me preocupa es la nueva variable que ha ido reemplazando a los grandes discursos ideológicos y que Internet ha logrado difundir casi como una religión. Esas políticas del yo, del “ser tu propio jefe”, del “ser responsable total de tu éxito” o de la ilusión de tener realmente una opinión que, por el solo hecho de no haber sido escrita con lapicero, sino en la pantalla, y de ser publicada en el ciberespacio le va a dar poder a quien la emite. Me hace recordar lo que Michel Foucault decía sobre el poder: que no necesariamente se encontraba centrado en un espacio, sino difuminado en una aparente inocencia, pero que, al mismo tiempo, se hallaba vigilado no por un ojo, sino por varias miradas.

Foucault no llegó a conocer Internet, pero pareciera que estaba hablando de ese nuevo poder empresarial que da la ilusión de libertad, que engríe con contenidos democráticos, que nos hace sentirnos paladines independientes de la superioridad moral y, sobre todo, poderosos. A veces me da un poco de temor ver en los salones la cantidad de celulares enchufados cargándose o los jóvenes reunidos en el patio concentrados en los espacios en los que hay enchufes para cargar sus aparatos.

Me preocupa este cambio en la ecuación en el que hay una ilusión de autonomía o de poder sobre uno mismo y donde toda figura de autoridad no solo es cuestionada, sino descartada, cuando en el fondo lo que estamos haciendo como sociedad es más bien trasladándoles el poder a los medios, al consumo y a las empresas privadas, y hacemos poco por controlar el poder estatal, que nos implica a todos.

Comencé este artículo evocando a los romanos y su conciencia sobre lo efímero de la gloria. Hoy el Imperio Romano ya es historia, pero el Coliseo, los caminos y las estatuas sobrevivieron a sus creadores, por lo que en su entrañable visita a la capital de Italia el escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe sostuvo algo que nos viene bien con lo que estamos viviendo, creyendo que con nuestro propio poder basta: “en Roma, en paralelo a la población humana, hay una gran población de estatuas. De la misma manera, apartado de este mundo real, hay un mundo de ilusión, en el que la mayoría de personas viven”.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Alexander Huerta-Mercado Antropólogo, PUCP