(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

La filósofa germano-americana Hannah Arendt definía la autoridad como la capacidad de un colectivo para llevar adelante tareas comunes. Entonces, una sociedad que carece de autoridad, o que tiene una muy disminuida, tiende a disgregarse y a vivir en un conflicto permanente. Es muy difícil que pueda emprender tareas comunes, pues todos aquellos que se sienten llamados a dirigir al país sabotearán la autoridad vigente hasta que puedan hacerse con el poder y eliminar a sus enemigos. Pero este ciclo, de imposiciones y revueltas, con interludios de paz y prosperidad, puede verse frenado por el surgimiento de una dictadura que, a través de la represión y las políticas populistas, logre el apoyo de un sector ciudadano significativo que le dé estabilidad.

El régimen autoritario se basa en una alianza de los empresarios más poderosos con los altos mandos de las Fuerzas Armadas. A estos últimos se los corrompe, haciéndolos partícipes de una serie de negociados que convierten a la oficialidad en una “casta”, en un grupo privilegiado gracias a la incondicionalidad de su apoyo al gobierno dictatorial. Tendrán mejores sueldos y prestaciones y participarán en el gobierno ocupando los puestos mejor pagados. Así concluirán que mucho más les conviene bajar la cabeza frente al dictador, mientras se llenan de dinero los bolsillos. Este es el esquema de gobierno de Augusto Pinochet en Chile que duró 17 años y logró moldear mucho de la sociedad chilena siguiendo los patrones neoliberales. Mientras gobernaba con puño de hierro, aplastando cualquier resistencia, Pinochet convocó al capital extranjero y nacional a un potente crecimiento de la inversión, garantizado por el apoyo de las fuerzas armadas y la supresión sangrienta de la disidencia. Sea como fuera el modelo, en el terreno económico, tuvo bastante éxito. Pero no el suficiente como para perpetuarse en el poder.

Otra posibilidad sería que el régimen logre un apoyo firme de la población gracias al miedo o la exaltación nacionalista tal como ocurre en Cuba hasta este momento. Entonces, a pesar del fallecimiento del líder histórico de la revolución, el régimen no se ha descompuesto totalmente y parece mantener una fachada de legitimidad. Y sin tener muchos objetivos, ni suscitar mucho entusiasmo, es capaz de organizar la sociedad.

En el Perú se ha intentado muchas veces el camino al desarrollo y la paz social mediante la dictadura. En tiempos relativamente recientes tendríamos que hablar de Odría y Velasco. Mientras que el primero se aferró a los ideales de inmovilidad social de las clases conservadoras; el segundo, el general Velasco, elaboró un programa de gobierno que apelaba a producir cambios profundos, toda una revolución, mediante una acción estatal que pretendía una transformación profunda de la sociedad peruana. Desde el punto de vista económico el gobierno terminó en un desastre. Llegó a destiempo, pues, mientras que en todo el mundo la presencia del Estado estaba retrocediendo, Velasco apostó por el protagonismo estatal y la planificación. Pese a todo, logró aproximar algo los fragmentos sociales que estaban precariamente ensamblados en la sociedad peruana. Fue el comienzo del fin del racismo y el surgimiento de una sociedad movida por un impulso igualitario.

Hasta 1956 el prototipo del gobernante correspondía a la figura del gamonal que basaba su autoridad en la represión y el castigo a los inconformes, junto al otorgamiento de propinas y prebendas a los obedientes. Aunque el gamonalismo no se opuso frontalmente a la expansión del sistema educativo, poco le importó la calidad de la enseñanza y el aprendizaje real de los alumnos. Actitud muy presente en muchas autoridades educativas hasta el día de hoy.

El fujimorismo logró insertar al país en la expansiva ola neoliberal, a la vez que, mediante el liderazgo de Vladimiro Montesinos y Alberto Fujimori, contuvo el desesperado empuje terrorista de Sendero Luminoso.

Pero para Hannah Arendt, existía otra forma de generar una autoridad. Era el camino del diálogo y el consenso. Gobernar era sumar voces a un coro que entonaba la misma canción. Muchos tendrían que poner de lado sus pretensiones personales, pero lo importante es la eficacia que tendría la acción del gobierno para conseguir el respaldo de las mayorías que generaría, entonces, el marco político de la democracia liberal al encauzar fructíferamente la energía nacional. No hay razón por la que el Perú no pueda alcanzar un ordenamiento colectivo y democrático, que en pocos años nos pudiera sacar de la pobreza y de la crisis subyacente en la que estamos atrapados.