Mientras más pobre es la familia, más le duele la inflación. Esta frase debería de estar hoy al frente de las políticas de reacción urgente del Gobierno. Hay una infinidad de temas económicos que preocupan en el mediano plazo –dentro de los cuales el pesimismo de los empresarios y familias es quizá el más importante–, pero si algo hay que amerita acción inmediata es la prevención de la vulnerabilidad extrema y el hambre.
Las familias de bajos recursos no solo parten de una situación en desventaja, sino que gastan una proporción mayor de su ingreso en alimentos. Eso explica que, para ellas, una inflación impulsada en incrementos anualizados extraordinarios en el precio del pan (23%), azúcar (53%), aceite (45%), entre otros, sea difícil de llevar. Y los problemas de acceso a fertilizantes pueden volver aún más grave una situación que de por sí es inédita en la historia reciente.
La respuesta de política inmediata debería ser obvia: focalizar los esfuerzos desde el Estado para ayudar temporalmente a quienes más lo necesitan, sobre todo en lo que concierne a alimentos. Esto, sin embargo, no ha sido necesariamente lo que han interpretado las autoridades. Más bien, buena parte de los esfuerzos fiscales se han diluido en medidas caras que, al intentar beneficiar a todos, terminan beneficiando a casi nadie. Este es el caso, por ejemplo, de las exoneraciones del IGV a alimentos que, como se previno, no lograron bajar significativamente sus precios. Las iniciativas para reducir el precio de los combustibles sí consiguieron algún efecto, pero al enorme costo de aproximadamente S/2.000 millones a la fecha. Este monto hubiese sido suficiente para transferir aproximadamente S/200 al mes por cinco meses a las familias pobres del país.
Otras medidas de mala focalización –aunque esta vez no fiscal– incluyen la libre disposición de fondos de pensiones de las AFP y de la CTS. La proporción de personas pobres que aún tienen fondos en la AFP o que recibieron CTS es bastante reducida; los principales beneficiados, en realidad, son aquellos con trabajo formal dependiente que suelen tener ingresos más altos. Nuevamente, mala focalización.
El Estado sí tiene –y puede seguir desarrollando– herramientas para ayudar mejor a los más vulnerables. La subvención extraordinaria para los beneficiarios del programa Juntos, Pensión 65 y Contigo fue un paso correcto, así como también el incremento del subsidio al balón de gas (aunque este pudo ser algo más generoso). En zonas urbanas, se puede pensar en un empuje más decidido a ollas comunes y comedores populares que ya cuentan con buena focalización y penetración. Aquí podría participar también el sector privado con apoyo logístico y de recursos. Programas sociales como Qali Warma, que acaba de cumplir diez años de creación, pueden ser ampliados para ofrecer doble ración e incluir a los alumnos de secundaria. Es difícil pensar en un mejor uso de recursos públicos que el de adquirir comida para menores vulnerables mientras se atraviesa una crisis alimentaria global.
Nada de esto, por supuesto, sustituye otras medidas más estructurales o de mayor tiempo de maduración. Se requieren fertilizantes y el fracaso de la última licitación para su compra –declarada desierta– es el tipo de errores que no se pueden cometer en la actual coyuntura. A mediano plazo, la recuperación de la confianza para la inversión y del mercado de empleo es lo único que garantiza seguridad económica a las familias. En Lima Metropolitana, el número de trabajadores con ingresos laborales por debajo de la canasta básica de consumo se ha incrementado a casi 1,7 millones, su nivel más alto desde el 2007.
Las medidas de ayuda extraordinaria deben ejecutarse y mantenerse, bien focalizadas, mientras dure la situación externa –también extraordinaria– que explica los altos precios de hoy. Conforme se vuelva a la normalidad, su desactivación será progresiva. Por el momento, el Estado deberá dedicar su atención a atender, ahora sí en serio, a los más vulnerables. Después de todo, ¿no era ese precisamente el compromiso del actual Gobierno?