Patricia del Río

En cada país se cuecen distintas habas, pero hay un hilo conductor entre aquellas realidades que han sido tomadas por protagonistas cada vez más radicales, más violentos. de Kirchner se salvó de morir esta semana porque en el se atracó la bala que llevaba su nombre. Hay cierto consenso en señalar que el ataque se da en medio de un escenario muy polarizado que ha tomado la agenda política. Como acá, en se azuza en las redes sociales y en los medios de comunicación una batalla de enemigos.

A Cristina Fernández la encañona un sujeto que se ha atrevido a dar un paso más en esa lógica de polos opuestos con la que tan irresponsablemente se está jugando también en el Perú. El arma no llega hasta ahí de un momento a otro. Lo hace superando una serie de controles que se desactivan diariamente ante la vista complaciente de las sociedades. Un día te atreves a insultar, otro a golpear, después matas. ¿O acaso nosotros no hemos normalizado ya el insulto, la mentira, el golpe físico, la impunidad como parte del debate político?

En ese contexto, uno de los dramas más polarizantes, y del que se está haciendo un uso absolutamente irresponsable, es el racismo. Lo que hace cierta oposición alentando el discurso del “otro” es aberrante. Pero la respuesta del presidente Pedro Castillo y de su primer ministro también es incendiaria. Unos gritan, “cholo”, “bruto”, “indio”; mientras que los otros coleccionan los agravios para luego repetirlos como supuestas pruebas de que hay un enfrentamiento en el Perú del que los pobres y campesinos son víctimas.

El racismo como forma de descalificación es inaceptable y debe ser señalado y combatido siempre. Pero por más desagradable que resulten esos insultos no convierten a Pedro Castillo y su entorno en inocentes. Podemos decir que el presidente ha sido víctima de la discriminación desde que empezó su mandato, pero hoy se le persigue por hechos concretos que nada tienen que ver con su origen humilde o su condición de hombre de pueblo.

Somos testigos del creciente empoderamiento de una población necia que no tiene ningún pudor en mostrarse racista. No tienen nada que disimular porque la discriminación forma parte del ADN de sus planteamientos políticos. ¿Para qué un candidato tendría que ‘aggiornar’ el hecho de que va a limpiar su distrito de “coneros”, si eso le da el voto de la señora miraflorina?

Pero a esta aberración le hace frente un presidente que, en lugar de resolver las exclusiones que sufren millones de peruanos, usa y azuza este discurso porque le conviene. En lugar de denunciar el racismo y la desigualdad y ofrecer soluciones desde políticas públicas, parece estar esperando que le caiga el próximo insulto para usarlo como escudo contra la acción de la justicia. Y en ese juego, hace algo mucho más irresponsable que blindarse y no dar la cara ante acusaciones serias: incendia la pradera. Usa el odio de los otros como gasolina para generar más odio. Se oculta tras la confrontación y el encono sin pensar un solo segundo en las consecuencias a largo plazo que su estrategia para salvar el pellejo le va a traer al Perú.

El problema del racismo y la discriminación en nuestro país tiene que discutirse para encontrar salidas a través de la educación, la distribución más equitativa de los recursos, el reconocimiento de todos los peruanos como ciudadanos de primera categoría. Pero si nuestra clase política insiste en usarlo como una herramienta para dividir, no solo seguiremos ahondando diferencias inaceptables, sino que veremos cómo ese que hoy insulta será mañana respondido con un escupitajo, luego volará un puñetazo y llegará el día en que una pistola Bersa calibre 32 apunte la cabeza del otro, y tal vez no tengamos tanta suerte y la bala sí salga de su recámara.

Patricia del Río es periodista