(Ilustración: Rolando )
(Ilustración: Rolando )
Santiago Roncagliolo

Le debo a Soda Stereo mi primer beso. Corrían los años ochenta y yo llevaba el pelo largo atrás, pegado a los lados y parado al frente (he quemado todas las fotos). Además, tocaba el bajo en una banda. Y uno de nuestros éxitos era una versión ruidosa e imprecisa de “Sobredosis de TV”.

Ese primer disco de Soda estaba lleno de canciones casi infantiles como “Mi novia tiene bíceps” o “Me hacen falta vitaminas”. El trío aún estaba a tiempo de ser un grupo de un solo hit, como Instrucción Cívica y “La chica tartamuda”. Pero sin duda, tenía un sonido enérgico y divertido. Para mí, tocar esas canciones en un escenario representaba un pasaporte directo al éxito con las mujeres, entendiendo “éxito” como un beso sin lengua libre de tocamientos impuros durante veinte segundos en el estadio de un colegio durante la kermesse, que es exactamente lo que conseguí.

Para un adolescente rockero desesperado por conocer chicas en la reprimida Lima de los apagones y las bombas, el bajo era el instrumento más deprimente. Los cantantes concentraban la atención. Los guitarristas ejecutaban solos, sus momentos de gloria.

Los bateristas ocupaban la mitad del escenario. Pero de nosotros, nadie sabía nada. Parecíamos los soldados desconocidos del rock. La gente solía preguntarme qué es un bajo. Dadas las circunstancias, agradeceré de por vida a Zeta Bosio la oportunidad de responderle a alguna púber ignorante pero atractiva:

–¿Has escuchado “La ciudad de la furia”? ¿Lo que suena tun-tu-tun-tu-tun-tu-tun? Eso es el bajo.
–Ah.
Quince segundos de conversación. Un cuarto de minuto robado a la derrota.

Gustavo Cerati debía estar metido en la cabeza de mi generación, o en cualquier otro de nuestros órganos, porque justo cuando cumplimos 15 años, y nuestros deseos se volvieron más ambiciosos, apareció “Canción animal”, el disco más sexual y provocador de la banda. Y en 1992, cuando cayó Abimael Guzmán y pudimos empezar a salir por las noches, Soda editó su trabajo más lisérgico, “Dynamo”. Sin embargo, la gira de esos discos dejó fuera a ese país furioso y escuálido que era el Perú.

Por eso, cuando en 1995 tocaron en la Universidad de Lima, los 10.000 asistentes los recibimos con hambre. Recuerdo perfectamente cuando Cerati comenzó a tocar los acordes de “Juegos de seducción” y dijo “Lima, ¿hace cuánto que no jugamos?”. Nos volvimos locos. Yo salía con una chica por entonces, pero la abandoné en la última fila para correr hacia el escenario. Ella nunca volvió a hablarme. Yo lo tomé con filosofía. Lo que Soda te da, Soda te lo quita.

Cuando Gustavo Cerati perdió el conocimiento en el 2010, nuestra adolescencia entró en coma con él. Y así pasaron cuatro años, hasta desaparecer definitivamente.

Esta semana llega a Lima “”, el espectáculo del Circo del Sol dedicado a la banda porteña. Hasta hoy, la mejor compañía teatral del mundo solo había dedicado montajes a Los Beatles y Michael Jackson, lo que da una idea de la dimensión de Soda Stereo.

Pero eso no es lo más importante para mí. Lo mejor es sentir que siguen vivas las canciones que nos convirtieron en lo que somos. Que aún palpita el ritmo hipnótico con que descubrimos el mundo. Y que los mejores momentos de nuestro pasado son discos eternos, cuya música ligera continúa viajando a un millón de años luz.