(Ilustración: Ronaldo Pinillos Romero)
(Ilustración: Ronaldo Pinillos Romero)
Carmen McEvoy

“Dejen de matar mis ilusiones” fue una frase que hace poco llamó poderosamente mi atención. La portadora del mensaje, escrito en un trozo de cartulina, era una niña que, junto a sus padres, participó en una de las marchas que vienen expresando la profunda indignación ciudadana ante un “sistema de injusticia” que nos interpela. El cartel y el rostro inocente de la niña (que básicamente afirmaba su derecho a ser feliz) me hicieron recordar a otras menores de edad cuyas ilusiones e incluso tiernas existencias les fueron brutalmente arrebatadas. Porque más allá del daño económico causado por esa hermandad de depredadores que anida desde siempre en la entraña del Poder Judicial, lo que realmente está en juego es la ilusión de millones de compatriotas. Acá me refiero a esa combinación de esperanza y confianza de quienes levantándose al alba para ir a trabajar apuestan silenciosamente por una vida mejor.

“La esperanza es el sueño del hombre despierto”, señaló alguna vez Aristóteles. Y es que la esperanza, como lo afirmó en su momento Desmond Tutu, es la capacidad de ver la luz en medio de la oscuridad. Sin negar la absurdidad de la condición humana, Albert Camus también supo defender aquella virtud cardinal al recordarnos que en “las profundidades del invierno” siempre habitaba “un verano invencible”. Una actitud vital que, como bien lo dijo Martin Luther King, te empuja a plantar un árbol en “vísperas del fin del mundo”.

De esta actitud también bebió el maestro Jorge Basadre. Esto se cristalizaría tanto en “Perú: problema y posibilidad” como en su monumental historia republicana y, evidentemente, en la conocida frase a la que regresamos en momentos de prueba: “el Perú es más grande que sus problemas”. La apuesta basadriana por la esperanza –que probablemente proviene de su infancia en una Tacna ocupada por los chilenos– tiene sus bases teóricas en la obra de Ernst Bloch (1885-1997), el brillante profesor de Tubinga al que nuestro historiador republicano leyó y admiró.

El gran conocimiento de los clásicos que tenía Bloch le permitió analizar en detalle la virtud de la esperanza. Esta juega un papel fundamental en el devenir de una especie que, como la humana, marcha hacia un futuro que no solo es incierto sino sembrado de innumerables pruebas. El “¿Quién somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué esperamos? ¿Qué nos espera?... Se trata de aprender la esperanza” constituye una suerte de glosario del que Bloch –pero también en otra clave Basadre– utilizará ciertas ideas para lidiar con un presente problemático.

En “El principio esperanza”, un libro escrito por Bloch en medio de la Segunda Guerra Mundial, el autor reprocha justamente a los críticos de la utopía, entendida como un mundo mejor. “La mayoría de los hombres son demasiado cobardes para el mal, o demasiados débiles para el bien. Entonces vemos surgir esa gris medianía a veces impuesta desde el poder. Una medianía acomodaticia, consensuadora para que nada cambie, y contra la cual han luchado siempre los individuos con las ideas claras, es decir, con la ética suficiente para imponerse a la conveniencia”. Pero para concretar este plan que compite con la nada –de acuerdo a Bloch– es necesario nutrirse de esperanza.

La esperanza y el finalismo son dos de los pilares del pensamiento republicano que Basadre incorporó en su gran narrativa. Algunos de los rasgos utópicos del republicanismo aluden incluso a “las calles empedradas de plata” o a la felicidad y abundancia (no hay más que recordar la canción patriótica “La chicha”) que arribarían al Perú apenas proclamada la Independencia. El horizonte utópico de los padres fundadores no pudo concretarse en la realidad a pesar de que existía un conocimiento teórico del sistema de pesos y contrapesos, un entendimiento bastante bueno del mecanismo electoral e incluso del complejo mundo de la ley. No en vano el núcleo central de la Primera Constituyente estaba conformado por abogados que también eran profesores universitarios. La inexistencia de una base económica para un “grupo de interés” de estirpe intelectual, la guerra intermitente, la ausencia de pragmatismo para enfrentar a los militares y el permanente estado de falencia fiscal, entre otras cosas más, condujeron a la distorsión del guion original. A la primera república, cuyos sueños han sido lamentablemente olvidados, le faltó definir el cómo y parece que aún no resolvemos esa cuestión fundamental.

En vísperas del bicentenario de la república, un mensaje presidencial bien concebido nos devuelve la ilusión y la esperanza porque intenta abordar con coraje un pendiente histórico. La república exhibe un proyecto original –libertad, justicia, meritocracia, virtud, ciudadanía, felicidad, federalismo, institucionalidad y bienestar– pero lo que siempre ha escaseado es un liderazgo valiente con la voluntad de actualizarlo. Si ello ocurre, y hago votos para que así sea, nuestro poderío cultural y material será ilimitado. Porque no solo se renovará la esperanza en torno al sueño personal sino que se potenciará al “gigante dormido” que cuando despierte no terminará de sorprendernos.

Coda: Esta noche, a las 7 p.m., presentaré “Tiempo de guerra: Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII-XIX” en el auditorio Ciro Alegría de la FIL. ¡Están todos invitados!