El miércoles pasado, una bebe que sufría de varios problemas de salud en Mala y que necesitaba de atención especializada tuvo la fortuna de que su caso fuera conocido por el presidente Pedro Castillo en una visita oficial a dicha ciudad. La niña y sus padres fueron trasladados a Palacio de Gobierno en helicóptero y ahí los esperaba una ambulancia del Servicio de Atención Móvil de Urgencia (SAMU). Con amplia cobertura de la prensa, el mismísimo ministro de Salud los recibió en Palacio, cargó a la bebe hasta la ambulancia, brevemente la auscultó y acompañó hasta ser internada en el Instituto Nacional de Salud del Niño.
En dicho hospital, sin embargo, el ministro y su comitiva no fueron tan bien recibidos por las decenas de madres que se encontraban afuera esperando a la intemperie para conseguir una cita o programar una intervención quirúrgica para sus hijos. Como bien reportó días antes este Diario (17/2/2022), decenas de familias –casi todas de provincias– sufren el viacrucis de dormir semanas en carpas esperando ser atendidas. El ministro Hernán Condori se defendió diciendo “Yo soy ministro un mes. El sistema de salud ha estado abandonado durante los últimos 30 años”. Antes de irse, tuvo la “gentileza” de entregar su tarjeta de ministro a algunos de los padres y madres de familia presentes. Parece que el mensaje –no tan sutil– es que gestionamos por tarjetazo.
Desde hace muchos años, nuestras autoridades y funcionarios operan como si la gobernanza fuera una lotería, un juego de azar. Los recursos y oportunidades provenientes de los fondos estatales no tienen como base el derecho o la necesidad, sino la suerte de haber ganado las elecciones. Y digo suerte porque ni Nostradamus podría predecir nuestros resultados. Si alguien es elegido alcalde, gobernador, presidente o es nombrado ministro o director, ¡zas!, sus familiares, paisanos, amigos y colaboradores tienen acceso a toda una serie de beneficios negados o restringidos para el resto de los compatriotas. Ahora el huacho ganador lo tiene el chotano, aunque en el pasado pulularon los de Moquegua, Cabana, Wall Street o la avenida Alfonso Ugarte.
Es tan personalizado el asunto que hasta sus propias palabras los evidencian. El ministro dice que solo lleva un mes en funciones… ¿pero acaso no es parte de un gobierno que se acerca a los ocho meses en el poder? ¿Dónde se encuentran los planes, las estrategias diseñadas, las acciones realizadas o por realizar por un Gobierno que “siempre está con el pueblo”? Nadie espera que un solo ministro solucione problemas estructurales antiguos, pero sí que se pongan a andar, mostrándonos el camino trazado para poder debatirlo democráticamente.
Me siento feliz de que la niña de Mala esté siendo atendida, pero me enerva ver cómo su caso ha sido utilizado en una forma tan burda y populista. Es un gesto tan vacuo que termina representando las principales carencias de un Gobierno sin norte.
Una de las películas que más me impactó de niño fue “Beau Geste”. En ella, el personaje principal roba un valioso zafiro propiedad de la familia que lo había acogido cuando quedó en la orfandad. Huye enrolándose en la Legión Extranjera Francesa, donde luego es acompañado por sus otros dos hermanos. Solo sobrevive uno, que regresa a Inglaterra con una nota escrita por el difunto ladrón. Estaba dirigida a la señora que los había acogido –Lady Brandon– revelando que la sustrajo porque sabía que era falsa. De chico, jugando, se había ocultado en una armadura y fue testigo de cuando Brandon había vendido la joya para poder mantener económicamente a la familia, sustituyéndola por una falsa. Al robarla, destruyó su reputación y perdió la vida para salvar el honor de quien lo había criado.
Señor presidente, he aprendido que un gesto es hermoso y no chabacano cuando es un acto generoso, noble e inspirador. Es generoso porque implica un sacrificio o esfuerzo personal significativo (no es la libre disposición de lo que pertenece a todos los peruanos). Es noble porque actúa pensando primero en otros, en un bien superior o en una cruzada compartida (no en ensalzarse o figurar sin pensar en los demás). Y es inspirador porque nos incentiva a ser mejores (y no seguir con las camarillas de siempre).
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