La discusión sobre la violencia que la sociedad ejerce en las mujeres está lejos de terminar y ha provocado tal efecto dominó, que se están revisando usos y costumbres que en el pasado teníamos totalmente asumidos como “normales”. El antiguo piropo hoy se concibe como “acoso sexual callejero” y el uso del lenguaje ya empezó a hacer visible al género femenino. Tal vez no han cambiado los comportamientos, pero hemos avanzado en catalogarlos como lo que son, agresiones.
Un aspecto que ha entrado en el debate en los últimos años es la discriminación estética (‘looking’ en inglés) que se refiere a la vulneración de derechos que sufre una persona por no ajustarse a los parámetros dominantes de belleza. La famosa “buena presencia” de los anuncios laborales suele ser una manera de esconder el requisito “se queda con el puesto el más guapo, guapa”.
Si bien todos somos susceptibles de sufrir este tipo de trato, las mujeres, para variar, la llevamos peor. La presión sobre cómo debe lucir nuestro cuerpo, pelo, piel es, a veces, insoportable. En Estados Unidos, el 80% de las cirugías para bajar de peso y el 90% de las cirugías estéticas se las hacen las mujeres. Las dos operaciones más demandadas son el aumento de pecho y la liposucción. Y la edad promedio en la que una chica se estrena en el mundo de los “retoques” ha bajado de 35 a 20. Ya ni siquiera la juventud es suficiente carta de presentación.
Algunos ya estarán pensando “nadie las obliga”, pero cuando revisamos en ese escaparate que son las redes sociales la cantidad de insultos, comentarios o elogios que desata el aspecto de las mujeres, se hace evidente que es muy difícil abstraerse de la presión social y no satisfacer las expectativas de otros. Sobre todo, cuando no ajustarse a esas expectativas afecta las oportunidades en diversos campos de desarrollo donde la estética debería ser irrelevante. La talentosísima Meryl Streep cuenta que cuando hizo “Los puentes de Madison” los productores no la querían porque era muy vieja para el papel. Streep tenía que representar a una mujer de su misma edad; Clint Eastwood, su pareja en el filme, hacía de un hombre veinte años menor y a nadie le pareció un problema.
Esta dista de ser una discusión de salón de belleza. Lo que está en debate es algo muy complejo: estamos hablando de gustarnos como somos, de no tener que desdibujarnos hasta parecer otras. Así lo entendieron las mujeres afroamericanas que han logrado, después de largas luchas e incomprensión, que se apruebe la ley C.R.O.W.N que impide que se les discrimine por llevar sus rulos o hacerse trenzas. Tras siglos de laciarse el pelo o ponerse pelucas, hoy han impuesto como aceptable y deseable un rasgo esencial de su identidad cultural y racial.
Michelle Obama ahora luce una bella cabellera con sus rulos al viento, pero en la presentación de su último libro confesó que, cuando Barak fue elegido presidente, los estadounidenses no estaban listos para sus rizos. Sabía que, si lucía muy “negra”, la tildarían de desaliñada y poco formal, y no quería que su aspecto se politizara y se utilizara para criticar la gestión de su esposo. Decidió llevarlo liso. ¿Alguien se atrevería a decir que fue una decisión totalmente libre?
Pienso en la cantidad de mujeres peruanas presionadas a renegar de su cuerpo, sus rasgos o el color de su piel y me angustia pensar qué lejos estamos de siquiera considerar que tenemos un problema por resolver. Cuando hablamos de violencia contra las mujeres nos centramos en los maltratos más evidentes, pero los más difíciles de erradicar tal vez sean estas tiranías invisibles que afectan nuestro día a día, y que en ciertas partes del mundo se traducen en la imposición de un burka y en otras en la de un laceado perfecto.