“Estamos hechos de narraciones tanto individual como colectivamente”, leo en la introducción de “El tejido que nos une: ¿Por qué las buenas historias transforman al ser humano?”, un libro que encontré gracias a la generosidad de Percy Marquina y Daniel Salas, al llegar hace pocos días al Perú. En un texto breve pero muy relevante, sus dos autores nos recuerdan sobre los “poderes secretos del lenguaje” para “transformar los ánimos, e incluso convertir un evento calamitoso en un episodio inspirador”. Más aún y ad portas de la inauguración de la Feria Internacional del Libro de Lima –y de otros eventos culturales ocurriendo en diversas regiones–, la reflexión de cómo el storytelling nos ha venido humanizando desde que surgimos de la caverna adquiere hoy un carácter de urgencia. Comunicarnos e intercambiar ideas, emociones y recuerdos en tiempos de guerras espeluznantes, migraciones masivas, tráfico de mujeres y niños, destrucción de la naturaleza, hambrunas y procesos de derrumbe político y social acelerado es hoy un acto de sobrevivencia extrema. No hay más que recordar al genial Boccaccio recolectando y forjando narrativas durante la etapa más sombría de la historia europea o a Marco Aurelio reflexionando en sus “Meditaciones” sobre la vida mientras enfrentaba su propia muerte, además de la guerra, la ambición y la traición.
¿Cuál es nuestro bagaje cultural, además del proveniente de nuestra historia milenaria, para transitar por estos tiempos amargos, traidores y violentos? El Perú exhibe una de las ilustraciones –y acá utilizo la idea de las múltiples expresiones del fenómeno cultural dieciochesco– más sofisticadas de la región. Con personajes de la talla del médico Hipólito Unanue, pero, también, de su aventajado discípulo, el afrodescendiente limeño y primer cirujano de la República: José Manuel Valdés. En trabajos anteriores, he recordado cómo Unanue acogió a Valdés en el Colegio de Medicina y Cirugía de San Fernando, donde se graduó y ejerció la cátedra de medicina clínica. Su trabajo sobre la influencia del bálsamo de copaiba para curar las convulsiones infantiles, que se editó en Francia, colaboró en su renombre internacional. Cabe subrayar que Valdés, que publicó decenas de libros, entre ellos uno dedicado al cáncer uterino y otro a San Martín de Porres, participó en las luchas por la independencia, cuyo momento final ocurrió en Ayacucho. En pocos meses, y en medio de una de las crisis más graves de nuestra historia, el Perú celebrará el bicentenario de la Batalla de Ayacucho. Ahí miles de héroes anónimos dieron la vida por una república que, desde sus inicios, estuvo asociada a una materialidad concreta, el bienestar físico, y a la idea ilustrada de la felicidad, íntimamente relacionada con la realización personal.
En una notable biografía, “Semblanza de Cayetano Heredia. Un maestro paradigmático”, Javier Mariátegui reconstruyó la trayectoria de vida de un médico peruano ejemplar, que supo conciliar el desafío republicano, anteriormente señalado, con el magisterio y la reforma de la medicina peruana. Continuador de la ilustración fernandina, curtida en el desamparo económico y la sobrevivencia a todas las tormentas políticas imaginables, Heredia representa un camino alternativo a la excelencia que el marasmo corrupto actual hoy desconoce y, además, desprecia. El “anónimo hijo del pueblo” que mediante su vida y trabajo se transformó, de acuerdo con Mariátegui, en un “ciudadano ejemplar” nació en un caserío piurano teniendo “a la pobreza como madrina y al desamparo como padrino”. Su temprana educación, en el Convento de San Francisco de Lima, combinó la gramática, el latín y las matemáticas, llevándolo, junto con la doctrina cristiana, al mundo de las humanidades y las ciencias. Tenía 15 años y la idea de la medicina como sacerdocio cuando ingresó a San Fernando. Excelente anatomista, nos recuerda Mariátegui, el joven norteño recibió su título a los pocos años de declarada la independencia y desde allí el cielo fue el límite para su realización y la de la medicina nacional. “Estudia los clásicos sin olvidar a Hipócrates”, le recomendó a su brillante discípulo José Casimiro Ulloa, a los pocos años de tener que sufrir esa “amargura”, nutrida de envidia y revancha, que para muchos se lo llevó a la tumba. Sin embargo, ese “tejido que nos une” y al que apelamos –en estos momentos dramáticos– no solo debe incorporar a Heredia a un relato republicano, de decencia, sacrificio y entrega, sino celebrarlo como expresión de la sanación corporal y espiritual que tanto necesitamos.