La cancha del economista es el PBI. Allí se juega todo lo que tiene valor económico y es tarea de este especialista explicar cada partido, cual reportero deportivo que analiza un resultado. ¿Qué diríamos, entonces, si el comentarista descalifica una cuenta final diciendo que ciertos goles no “valen” igual que otros? Es precisamente lo que hacen los economistas que imponen su propia valoración a diferentes tipos de producción haciendo caso omiso del valor que decide el consumidor. En particular, se insiste en apreciar más la producción de “bienes”, los productos tangibles del agro, fábrica o mina, que los “servicios”. Las manufacturas, en particular, tendrían un valor escondido no estimado por el consumidor, mientras que el valor de los servicios estaría exagerado por este.
Es así que casi toda la historia económica escrita del Perú se limita a la producción de bienes físicos. Un ejemplo es la obra de Rosemary Thorp y Geoffrey Bertram, que estudian el avance de la economía peruana entre 1890 y 1977. Para cada subperíodo, los autores realizan un recuento detallado del avance de la producción agrícola, minera e industrial, pero no comentan la producción de servicios a pesar de que, en casi todo ese lapso, estos constituyeron casi la mitad de la economía. Otro ejemplo de la desatención a los servicios se encuentra en los compendios de historia económica editados recientemente por el BCR y el IEP, en los que casi toda la atención se dirige a la producción de bienes físicos. La omisión es especialmente saltante si se toma en cuenta que el crecimiento económico del último siglo en los países más desarrollados ha sido mucho mayor en los servicios que en los bienes, tanto que los servicios aportan hoy el 74% del PBI en esos países, una cifra que llega incluso al 80% en Alemania y al 82% en Japón.
El ninguneo de los servicios como actividad productiva no se limita a los economistas. Es, más bien, la práctica común en las ciencias sociales. Un ensayo de antropología sobre la pequeña comunidad de Carhuamayo en Junín, por ejemplo, documenta la pobreza de la actividad agropecuaria en esa población, pero, casi de paso, menciona en sus páginas finales que, además de tierras y ganado, las familias comuneras poseían entre 300 y 400 camiones, una actividad transportista estimulada por su ubicación cerca de la Carretera Central. El autor justifica este menosprecio arguyendo que los camiones son meramente “una imagen de crecimiento económico”.
Lo que estaría faltando es una comprensión más completa de la relación entre bienes y servicios en la economía. En gran parte se trata de una fuerte interdependencia. Es de poco valor contar con plátanos en medio de la selva, corvinas en el mar o quinua en las alturas de Huancavelica si no existen medios económicos para llevarlos, en buen estado y sin demasiada demora, a los consumidores. Al mismo tiempo, la interdependencia productiva tiende a aumentar en la medida en que la producción de bienes es potenciada por nuevos servicios –de comunicación, legales, bancarios, de seguros, de educación, de investigación, entre otros– cuyo aporte tiende a elevar la productividad en la producción de bienes.
Además de la creciente interdependencia productiva entre bienes y servicios, se descubre una interdependencia similar en el consumo. El abaratamiento masivo de los productos básicos de consumo manufacturado ha multiplicado la compra de “cosas” –vestido, muebles, juguetes, artículos de baño, aparatos, entre otros–. Pero, además de comprar un mayor número de cosas, el consumidor aprovecha el abaratamiento para darse gusto con la individualización de su consumo. De un día para el otro se multiplican las cervezas, los vinos, los cafés, los chocolates y los modelos de los productos. El valor de un mismo vestido cambia radicalmente de un momento a otro. En general, los servicios del márketing y de la comunicación se han vuelto instrumentos centrales de la actividad manufacturera.
Más y más, cuando se compra un bien, se busca no cualquier bien, sino uno “bien servido”.