El clima de Lima confronta sentimientos, como en el amor carcome el odio y en el éxtasis de la cúspide el vértigo del abismo. Sobre todo cuando el solsticio de invierno, Inti Raymi, la noche más larga que es ahora, hoy, ayer, solsticio inadvertido por los que vivimos aquí embarga la pluma del escritor, el cielo de Lima es capaz de desolar la letra o de volver épico, acaso utopía, el paisaje urbano, de animar con paradojas cargadas de nostalgia la extraviada luz, la de la luna, la del sol, la del vergel, la que nos parió sin sombra y nos hizo ser así como somos: grises, grisáceos, pardos, plomizos, asmáticos, alérgicos, reumáticos, sin espíritu rebelde ni el ímpetu del iconoclasta, pero sí en el soterrado chisme, la media voz, el ojo que vigila detrás del manto, celosía, el inconformismo confortable, el ácaro que cunde sigiloso y obstinado amigo del polvo, la corrupción deambulando en las conciencias, el “sí” que es “no sé”, la mediocridad del “quizás”, la anomia en todas las palabras, gestos, mensajes y personas, el río intermitente, la tierra estéril solo por las circunstancias, la basura que nunca lo será porque se confunde con el vil cotidiano de Lima. El espíritu caviar.
Poca ensoñación resulta de esta niebla que ni siquiera es niebla, es más ausencia de horizonte, velo que desdibuja lo real, ese algo evocado cuando no se tiene, y se vitupera cuando sobra en la atmósfera como el caos de la metrópoli-folclor o el hondo aroma del aguaje que desde el mar se cuela por los resquicios de las ventanas de nuestras casas. Que son almas. Cómo extrañamos ese olor cuando nos distanciamos.
Acaso procuramos el ardor del ají para sacudirnos del marasmo, su carne achorada para despertar del letargo, acaso contrarrestar otras demencias humanas como el embotellamiento de los carros, al sicario que nos respira en el cuello, al mendigo senil, a la burocracia que entrampa voluntades e iniciativas (ese otro cielo, cerrado el sistema, infranqueable, inexorable e inevitable como el pecado o la mortalidad). Dirán que Lima es próspera, que una bonanza acontece en sus avenidas repletas de edificios inteligentes, centros comerciales, hipermercados, pero el clima no se moderniza ni envejece, el clima es bruto y tenaz, el clima es desde Calancha y Garcilaso, razón suficiente para escribir, sufrir, irse y regresar, el clima de Lima invita a hurgar en picores, a imaginarse estrellas, a soñar un firmamento, una nube gorda, negra, tormentosa, hecha carnaval.
Escribió Jorge Eduardo Eielson: “… guardo de Lima una botella / llena de lluvia / y un puñado de arena / en el pañuelo. A veces recuerdo / la luz de su nublado cielo / y la acaricio / como se acaricia una perla / en el bolsillo…”. “Cabe afirmar que el cielo sin matices, el aire adormecedor, la humedad ponzoñosa, la lisa visión de los cerros pelados y los arenales de entorno, que en invierno envuelve en un tul de niebla que hace irreales las cosas más rotundas, se convierten en sedante o somnífero de la vigilia y su carga vital”, escribió Salazar Bondy en Lima “La Horrible”. Fue él quien relacionó el clima y su aire tristón, soledoso, con la particular psicología del limeño. Horrible la ciudad, la más triste de todas, suspiró Melville desde el barco ballenero en el que llegó. Cielo más temido que la gran ballena blanca.
Despidamos el medio sol del otoño y entremos de una vez por todas al letargo, a la garúa de la mañana, a la soñolienta voluntad del ser. “Poca ensoñación resulta de esta niebla que ni siquiera es niebla, es más ausencia de horizonte, velo que desdibuja lo real”.