Hace 25 años –me cuesta aceptar que haya pasado tanto tiempo– yo acababa de terminar la película “La boca del lobo” y recibí una llamada del Ministerio de Defensa a través de la cual me citaban para “conversar” sobre la futura exhibición de la película. Días antes habíamos dejado una copia en la Coproci (el órgano estatal cinematográfico de esa época, al cual Armando Robles Godoy llamaba, con su habitual sarcasmo, “un organismo de reminiscencias venéreas”) y padecíamos extrañados e impacientes la larga espera de la devolución de la copia y del certificado correspondiente que nos permitiría estrenar la película en las salas.
Pasaron varios días (normalmente el trámite era de un día para otro) y nadie nos daba explicación de qué ocurría con nuestra copia… hasta que irrumpió la susodicha llamada. Eran tiempos oscuros en los que la violencia y la impunidad avasallaban con siniestra vigencia, por lo que asistí a la sospechosa reunión con el natural recelo que las circunstancias ameritaban.
En la reunión, un grupo de generales y coroneles me intentaron “explicar” el contenido de mi película (hablaban de “mensaje” en realidad) y me acusaban de que era una invitación a la violencia terrorista: interpretaban que la decepción del personaje de Vitín –al final dirigiéndose sin rumbo en el crepúsculo– era un evidente mensaje a su enrolamiento al ejército senderista (por los reflejos rojizos del atardecer se iba a unir a los “rojos”) y, por lo tanto, constituía una apología del terrorismo. Y que cada diálogo del protagonista (el teniente Ivan Roca en la ficción) era “lo que quería decir la película”: difícil hacerles comprender que lo que “dice” un personaje de una ficción no es necesariamente el “mensaje” de la película, que cada personaje responde a una caracterización autónoma y que muchas veces sus convicciones en la ficción pueden ser exactamente opuestas a las que tiene quien escribió ese diálogo, sea un guionista o el propio director… y, en fin, no fueron los únicos disparates de la reunión de esa tarde pero creo que son ilustrativos para entender la restringida capacidad de “lectura” que pueden tener aquellos que suman a su escasa preparación en temas de creación artística una visión reduccionista y distorsionada de la realidad.
Compruebo, 25 años más tarde, que parecida situación se repite en estos días con relación a la obra teatral “La cautiva” acusada de apología del terrorismo. Los mismos términos que utilizaron los uniformados de entonces para referirse a mi película. En “La cautiva”, una formidable puesta en escena de Chela de Ferrari (que construye sobre la pieza teatral peruana más poderosa de los últimos años), se recrea una situación dramática, una ficción, en la morgue de un lugar imaginario (Ayacucho probablemente) en la que un auxiliar –un soldado– encargado de ‘preparar’ los cadáveres se ve sorprendido porque el cuerpo inanimado de una joven se ‘reanima’ y empieza un diálogo en el que recrea su historia y las circunstancias que la llevaron a su muerte.
Y en esa larga noche se recrea el horror que vivió nuestro país empujado por la violencia demencial de Sendero Luminoso y la respuesta que, en muchos casos, ofrecieron las fuerzas del orden. ¿Se puede decir que la situación recreada no refleja –con su propuesta artística, entre lo onírico y lo real– hechos que pudieron haber ocurrido? Sin duda la respuesta es sí… pero aunque la respuesta fuera negativa: ¿no es acaso un elemento intrínseco de la creación artística el uso de la imaginación? La libertad es el instrumento esencial con que el artista cuenta para generar su creación, y la discusión instalada alrededor de si “La cautiva” es propaganda senderista o no –acusación por demás sin sentido– debe iniciarse por establecer si la obra posee valor artístico. De ser así, de estar frente a una creación artística –asunto que ha quedado dilucidado por el aplauso general de la crítica especializada–, no hay reparo ni tacha posible. Una vez establecido, lo demás queda en manos del autor: podrá su mensaje ser positivo o negativo, provocador o conformista, crítico o complaciente…si la obra tiene un valor artístico probado –y vaya que esta magnífica y conmovedora obra de teatro lo posee–, nadie tiene el derecho de prohibirle a los demás acceder a ella.
Ello equivaldría a la censura y, afortunadamente, en nuestro país la censura a las expresiones artísticas quedó en el pasado.
Sin embargo, he aquí que quiere aparecer una nueva forma de censura, esta vez aun más oscura y radical: acusar de apología al terrorismo a los creadores y amenazarlos con la cárcel… Estaríamos frente a una forma de censura más sutil pero ciertamente más siniestra y, aunque el gobierno, afortunadamente, ha deslindado con el despropósito, no hay que suponer que el fantasma del oscurantismo y la intolerancia haya dejado de habitar en más de un rincón de nuestra sociedad. Quedamos advertidos.