“Boule de suif” (“Bola de sebo”), relato publicado en 1880 por el escritor francés Guy de Maupassant, muestra el trágico rol de quienes, en un momento y a pedido de la sociedad, deben cumplir un papel útil que después esta misma le reprochará. Ocurre durante la guerra franco-prusiana de 1870, cuando un grupo de franceses huye de Ruan hacia el puerto del Havre, eludiendo el cerco alemán. En la diligencia viajan nobles, comerciantes, un revolucionario y una prostituta, Elizabeth Roussel, llamada ‘Bola de Sebo’, quien comparte sus alimentos con los hambrientos pasajeros.
Pero en el camino un oficial prusiano los detiene y, a cambio de liberarlos, pide que ‘Bola de Sebo’ pase la noche con él. Ofendida, se niega, pero la condesa y la rica comerciante la persuaden, todos se lo piden y el viejo revolucionario se lo ordena. Así, forzada, acepta. Pero en la mañana, al seguir libres su camino, los viajeros muestran su repugnancia por viajar con una prostituta y consumen sus alimentos sin ofrecérselos. ‘Boule de Suif’ llora.
Ahora trasladémonos a Francia de 1940. Violentamente invadida por Hitler, el gobierno y el Parlamento abandonan el territorio, el ejército se disuelve, millones de pobladores huyen al sur y Hitler amenaza con destruir París. Antes de huir, los políticos entregan todo el poder a un anciano de 84 años, viejo héroe de la Primera Guerra, el mariscal Henri Pétain. Aplaudido por la mayoría, este firma un armisticio con los nazis, entregando París, el norte de Francia y quedándose el sur con un gobierno de opereta en Vichy. Después, al terminar la guerra, fue condenado a muerte por los franceses y muchos fugitivos de 1940 se declararon “patriotas y resistentes”, pero el ‘boule de suif’ que impidió la destrucción y la masacre en Francia murió en la cárcel, antes de su ejecución.
Tenemos bolas de sebo en nuestra historia. Por ejemplo, en diciembre de 1879, Lima se estremeció con la fuga del presidente Mariano I. Prado cuando ya era previsible la invasión por los chilenos. Turbas y manifestaciones rechazaron al vicepresidente Luis La Puerta, por “viejo y cojo”, pero nadie quiso asumir institucionalmente el poder.
Generales e importantes personajes declinaron porque anticipaban la derrota. Nicolás de Piérola, mesiánico y ambicioso, se adueñó del poder, sin advertir que era la sociedad la que lo estaba usando. Y ocurrió lo inevitable. Incapaz en la estrategia, lleno de odios viscerales contra los militares y el partido civilista, dividió aun mas al país; fue incompetente en las negociaciones de Arica promovidas por Estados Unidos, y un año después, tras los desastres de San Juan y Miraflores, abandonó Lima y, con permiso del jefe chileno de ocupación y odiado por todos, dejó el país. Un ‘boule de suif’ que no impidió el desastre. Dos años después, con el país ocupado y solo algunos cientos de resistentes, Miguel Iglesias, el héroe del Morro Solar, “aceptó el sacrificio” –como entonces dijo– de firmar la paz, cediendo Tarapacá para evitar más años de ocupación. Pero cayó sobre él la leyenda negra de la traición. Otro bola de sebo utilitario.
Porque cuando un país vive el estrés del desorden o la violencia, entrega su destino a “alguien” para que le haga el “trabajo sucio”, para después condenarlo por ello. La historia parece estar llena de bolas de sebo. Seguramente, Ud. ya piensa en una.