Individuos y sociedades necesitamos disminuir la inquietud que nos despierta el futuro. En las sociedades tradicionales la fuente más importante de la incertidumbre suele ser la naturaleza. ¿Habrá sequía? ¿Habrá inundaciones? ¿Habrá heladas? En la antigüedad peruana, por ejemplo, hombres y mujeres manejaban una idea del cosmos en la que todos los fenómenos estaban relacionados. Era necesario leer los signos de los tiempos para poder predecir y, sobre todo, tratar de controlar los (des)equilibrios morales y cósmicos. Si las lluvias no empezaban en noviembre, era un presagio peligroso, pues se anunciaba un año de magras cosechas y hambre. Alguien tendría que haber hecho algo malo, pues se presumía que un trastorno cósmico-climático tendría su origen en una falla en la moralidad social. Quizá un adulterio o, peor aun, un incesto. Pero no todo estaba dicho, pues –como lo ilustra Guamán Poma– con el restablecimiento del equilibrio moral, mediante las sanciones adecuadas, y, por otro lado, con las procesiones y otros ritos de imploración, la naturaleza podría encontrar un nuevo equilibrio y las lluvias, regresar. O las heladas concluir. En todo caso, hombres y mujeres se situaban en el seno de la naturaleza, en una posición humilde, de mucha vulnerabilidad. Pero también de confianza y optimismo, pues se imaginaba que los sacrificios y las súplicas eran escuchados por las huacas o divinidades de modo que, si las cosas iban mal, habría que apostar a conseguir su ayuda para que mejoraran.
Con el desarrollo de las ciudades y la ciencia, la naturaleza y el clima dejan de ser el motivo principal de preocupación. El futuro ya no se vislumbra en los cielos, en la alineación de los astros o en la sequedad del aire; ahora lo que debe leerse son los indicadores económicos: la confianza de los inversionistas, tal como se manifiesta en las cotizaciones de los valores y las propiedades, o la confianza de los consumidores, tal como se anuncia en el volumen de las compras y la disponibilidad a contraer créditos.
Y en el sentido común de la época neoliberal, en que vivimos, nos dice que la única receta para enfrentar las crisis económicas es restablecer la confianza empresarial mediante medidas de austeridad en el gasto público y de reducción de las remuneraciones. Finalmente se trata de aumentar las utilidades, la inversión y el empleo. Pero en la crisis actual estas políticas no han funcionado, pues los mayores márgenes de ganancias no se han plasmado en inversiones por la falta de una capacidad de consumo suficiente.
En el mundo tradicional, los chamanes, los hombres y mujeres relacionados con lo trascendente, son los primeros en advertir los trastornos y son también los encargados de proponer alguna forma de conjurarlos. En la actualidad, esa función recae sobre los economistas. Pero muy pocos economistas advirtieron la gran crisis del año 2008. Y ahora un gran pesimismo atraviesa también al mundo globalizado. No hay consenso en torno a cómo salir de la crisis, pues la austeridad no ha rendido resultados y quienes proponen incentivar la demanda, mediante el incremento del crédito y del consumo, no tienen credibilidad, pues pocos creen que la mayor deuda pueda pagarse con el aumento de la producción. En el mundo desarrollado no aparece una salida para la situación de crisis que se va extendiendo, vía caída de los precios de las materias primas, a los países de la periferia.
En este contexto, la comunidad científica nos dice que debemos regresar a mirar más a la naturaleza que a la bolsa, pues el cambio climático es un acontecimiento potencialmente catastrófico que nos impone revisar los estilos de vida que están detrás del crecimiento económico de las últimas décadas. Curiosamente el mismo mensaje viene de la religión y el papa Francisco. La idea, que ha animado al mundo y que se proyecta en una expansión económica ilimitada, y centrada en el consumo como fin de la vida, necesita ser revisada en profundidad. Ese es el mensaje de la ciencia y la religión. ¿Pero quién está dispuesto a creer? ¿Quién lo quiere escuchar? Pocos lo toman en serio. Pero basta ver las fotos del retroceso de los glaciares en el Perú para persuadirse de que la cosa va en serio. Y el foro de la COP 20 en Lima es una oportunidad para esta toma de conciencia.