La última encuesta de Datum muestra que la aprobación del presidente Pedro Pablo Kuczynski (PPK) cae seis puntos y su desaprobación sube siete puntos, quedando en 53% y 38% respectivamente (“Perú21”, 2/12/16). Todas las encuestadoras registran la misma tendencia en los últimos meses.
Ese es un problema serio para un gobierno que no tiene partido político ni aliados, una bancada parlamentaria debilísima y una oposición mayoritaria y agresiva en el Congreso. Es decir, un gobierno que depende de su popularidad mucho más que sus antecesores.
Las consecuencias del descenso de la aprobación ciudadana son varias. La más obvia es que la oposición política se siente con más libertad para golpear al gobierno y usar de mala manera su mayoría parlamentaria. La interpelación y amenaza de censura al ministro de Educación, Jaime Saavedra, es una evidencia de ello.
Últimamente han aparecido opiniones muy diversas sobre su gestión, que algunos califican como excelente y otros de mediocre y desacertada. También denuncias de corrupción en el Ministerio de Educación, pero que no lo tocan directamente. En cualquier caso, no hay una razón de peso que justifique una censura. Su desempeño, como el de cualquiera, puede ser discutible, pero no ha cometido ningún desatino que fundamente una drástica sanción. Sin embargo, fujimoristas, apristas y quizás algunos otros parecen dispuestos a derribarlo.
Eso probablemente no ocurriría si la popularidad de PPK estuviera más alta, en ascenso o estable.
En verdad, lo que pretenden los opositores es golpear y desmoralizar al gobierno, minar su confianza, desorganizarlo, ponerlo constantemente a la defensiva.
Otra consecuencia es que los conflictos se propagan muy rápidamente y con violencia. Cuando se percibe un gobierno débil, hay más propensión a que ocurran esos desbordes. En días pasados se produjeron hechos violentos en Juliaca que decidieron al gobierno a decretar el estado de emergencia, involucrando al Ejército en el orden público. En Apurímac “retuvieron” –eufemismo que se usa en estos casos– y agredieron a un ministro y varios funcionarios.
El caso de Huaycán es distinto. Allí pareciera que alguien ha atizado un rumor que en ciertas circunstancias suele propagarse rápidamente con efectos incontrolables: el de los ladrones de órganos, que supuestamente matan y extraen partes del cuerpo sobre todo a niños. Simultáneamente, en varias partes del país han circulado historias similares de ‘pishtacos’ en acción. Ahora, con las redes sociales, esos cuentos se difunden rapidísimo.
También es cierto que hay una pizca de mala suerte. El incendio de Larcomar en vísperas de la reunión APEC ensombreció algo del brillo del evento y limitó el rédito político que debió cosechar el gobierno. Un discutible manejo posterior ha reanimado las llamas del siniestro.
Por último, la caída de la popularidad, el tener al frente a un gobierno más frágil, alienta a los que reclaman –legítimamente o no– beneficios del Estado y las empresas, como ha sucedido en diversos puntos del país y seguirá sucediendo en el futuro. Aquí se crea un círculo vicioso, pues cada protesta quebranta al gobierno, distrae la atención del presidente y los ministros de otros temas, incentiva más protestas y a la vez influye en la disminución de su popularidad.
El panorama se torna preocupante porque, al parecer, los altos cargos no son conscientes de sus dificultades. Creen que lo están haciendo muy bien y que muy pronto el pueblo peruano reconocerá sus aciertos y se lo agradecerá. Están inmersos en un microclima peligroso, en una burbuja.
No reconocen errores manifiestos que son de su exclusiva responsabilidad y que han contribuido a la caída de la aprobación. El último, la renuncia del presidente y el directorio en pleno de Petro-Perú recientemente nombrado por este gobierno. (No dejar que Vladimiro Huaroc ocupe un cargo en esa empresa probablemente ha sellado la sentencia de Saavedra que será, además, una represalia manifiesta). Y poco antes, el escándalo farandulesco del ex ministro de Defensa, una persona que nunca debió ocupar ese cargo, pero al que se nombró porque ayudó en la campaña, según dijo el presidente.
En síntesis, el descenso de la popularidad es malo para cualquier gobierno, peligroso para este en particular por las razones anotadas, y más preocupante todavía si no hay un reconocimiento de los errores ni, por tanto, la decisión de corregirlos.