Los griegos regalaron a los troyanos un inmenso caballo de madera que es tomado por la ciudad como un signo de victoria. Cruzado el muro, durante la noche, tropas griegas escondidas en su interior salen y abren las puertas permitiendo la invasión de la ciudad.
El caballo de Troya ha contribuido a dar mala fama a los regalos. Sospechamos de ellos. Como señala Virgilio en la Eneida: “No confiéis en el caballo, troyanos. Sea lo que sea, temo a los Dánaos (griegos), aun portando regalos”.
Los regalos han desafiado algunas teorías económicas que asumen que el ser humano es racional y por tanto actúa guiado por su propio interés. ¿Cómo explicar que alguien gaste su patrimonio para generar un beneficio a un tercero?
Esas mismas teorías han respondido a su vez con argumentos que sostienen que el regalo refleja siempre en el interés de quien lo da. Si un trabajador le da un regalo a su jefe, lo hace para obtener un aumento. Un alumno a su profesor, busca mejores calificaciones. Una empresa a sus consumidores, busca aumentar sus ventas futuras. Una persona enamorada a su pareja deseada, conseguir o conservar su amor (o más fríamente tener sexo con ella). Hasta una limosna a un pobre puede ser un acto interesado para ganarse el cielo. Y un candidato a la población, sin duda, quiere obtener votos.
Esta teoría, con matices, tiene mucho de cierto. Usualmente uno da un regalo porque recibe algo a cambio, incluso si ese algo sea solo sentirse mejor. Todo obsequio tiene entonces un “gato encerrado” o, como tristemente aprendieron los troyanos, un “griego encerrado” dentro del regalo.
Usualmente lo sabemos. El jefe, el maestro, el consumidor o la pareja intuyen el sentido del regalo. Y casi todos, cuando recibimos un regalo y no identificamos la razón, nos preguntamos en qué momento aparecerá la misma (como el cañoncito de Castilla en las “Tradiciones” de Ricardo Palma).
Esa sospecha en los regalos ha desatado un caos sin precedentes en estas elecciones. Hemos girado de la ya pobre discusión de propuestas a si se entregó dinero o cerveza o cañazo u hojas de coca. La ley claramente está mal. Y el JNE está haciendo malabares e interpretaciones jaladas de los pelos (el regalo no viene del patrimonio del candidato, no era un acto proselitista, el candidato no lo tocó, etc.) para salvar o hundir postulantes.
Hay una diferencia clara entre el regalo electorero y el caballo de Troya. Todos identificamos la intención del candidato: captar mi voto. El caballo traía una trampa oculta. La idea de que no se pueden entregar regalos porque “¡El voto no se vende!” parte de una concepción de un votante estúpido, que no puede advertir la intencionalidad del obsequio.
Además, la reciprocidad del regalo no es ejecutable por el candidato. El voto es secreto, y un elector interesado puede ir a todos los mítines que le dé la gana y recolectar una variopinta colección de regalos de diversos candidatos sin estar realmente comprometido a votar por ninguno. A diferencia del caballo de Troya, la intención del regalo es fácilmente manejable por el elector. Pero parecería que para quien redactó la norma que prohíbe los regalos, estos se meten de manera oculta en el subconsciente y condicionan el voto. Eso es absurdo. Y si fuera cierto, el costo de ganar una elección a punta de regalos es totalmente prohibitivo.
Lo cierto es que, como acertadamente señaló Carlos Contreras en un artículo publicado en estas páginas hace un par de días, hay promesas mucho más peligrosas que los regalos: el populismo, practicado sin límites ni cortapisas por todos los candidatos, ofrece regalos no pagados con su peculio, sino con dinero público, de los propios votantes. En lugar de estar discutiendo si se ganará una elección repartiendo cerveza o peluches de Alan García, el sistema político debería preocuparse más de la sinceridad de esas promesas, de si son financiables y de si serán cumplidas.
Me parece más lógico destituir al presidente por incumplir su oferta electoral engañosa que sacar a un candidato por repartir regalos cuya intención es transparente e identificable. Parafraseando a Friedman, no hay regalo gratis. La verdadera pregunta es quién lo está pagando.