En su cuádruple papel de primera ministra, parlamentaria, militante del Partido Nacionalista y amiga de toda confianza de la pareja presidencial, Ana Jara ha demostrado, con su habilidad política y su locuacidad, ser el mejor pararrayos del gobierno.
Desde su aparición como primera vocera del gobierno después del presidente, Jara pudo haber desempeñado también, con cierto éxito, lo que esperábamos de ella: que fuera la bisagra entre el oficialismo y la oposición, no para atenuar los malhumores hepáticos de aquí y de allá (desde Daniel Abugattás hasta Mauricio Mulder), sino para colocar algunas líneas de consenso en el esfuerzo por avanzar en la reforma política pendiente.
No hay institucionalidad democrática posible sin reforma política y electoral, como estas resultarán a su vez ideales muertos en el tumulto sin el consenso básico entre las fuerzas partidarias más sensatas.
Lamentablemente la primera ministra pasó a gran velocidad de su defensa tenaz por el voto de confianza al duelo pico a pico con la Comisión Investigadora del Caso López Meneses (Insólito resguardo policial a la casa del ex operador de Vladimiro Montesinos). Entre una y otra tarea no le ha quedado a Jara ni el espacio político propicio ni las ganas concertadoras de otro tiempo para ocuparse de un consenso parlamentario sumamente vital.
Este cabo suelto, el del frustrado consenso, debiera quitarle el sueño a Ana Jara, de la misma manera que a Ana María Solórzano, cuya presidencia del Congreso parece más asustarla que suscitarle algún emprendimiento válido.
Jara se ha batido en todos los terrenos a los que la Comisión López Meneses ha querido llevarla, descartando la posibilidad de que el presidente Ollanta Humala vaya a comparecer como testigo.
Sin embargo debió haber accedido a canalizar un informe presidencial por escrito de la actuación del gobierno respecto del resguardo policial sin duda harto conocido, aunque basado en una orden que nadie sabe o que nadie quiere reconocer de dónde provino.
Las razones que expone Jara para apartar al presidente de este intrincado caso no justifican el segundo cabo suelto que su despacho deja en el tapete político: aquel que toca la responsabilidad del gobierno en el descomunal resguardo, en tanto y en cuando hubo renuncias y destituciones del más alto nivel como la del ministro del Interior Wilfredo Pedraza, la del asesor presidencial en temas de Defensa y Seguridad Nacional, Adrián Villafuerte, y del entonces jefe de la región policial de Lima, Luis Praeli.
Todos ellos sólo podían abandonar sus cargos a instancias del Jefe de Estado.
Aquí hay pues un cabo suelto caliente (el de la responsabilidad del gobierno) que no puede ser soplado a la mesa de la policía nacional.
Los otros dos cabos sueltos puestos en debate por la primera ministra tienen que ver con su propuesta de un careo entre el almirante José Cueto, ex presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y el ex Director de la Policía Nacional Raúl Salazar, que no entendemos porqué la comisión rehúye convocar.