En el siglo XVI, en España, era tal el hedor de las calles, por el amontonamiento de basura, que la gente distinguida, la gente de viso y alcurnia iba por ellas oliendo una bota o borracha de ámbar, esto es, un odre con perfume delicado. Júzguese si no sería elegante y refinado semejante uso, que el secretario de Felipe II, Antonio Pérez, no supo regalar cosa mejor a quienes le protegieron durante su destierro. En París, durante los siglos XVIII y XIX, el enmierdamiento callejero era impresionante. Hasta tal punto que el doctor Moreau llega a decir que había tanta mierda en el suelo, que éste ya no se veía. (Cf. A. Corbin, El Perfume o el Miasma, 130, n. 13.) Y según Eberhard Rathgeb, en la capital del Imperio Alemán, en la década de 1870, el enmierdamiento callejero y la consiguiente pestilencia era lo normal. Lo curioso, en el caso de la España quinientista, es que la hediondez callejera no disgustaba al pueblo, el cual se había acostumbrado tanto a la inmundicia, que protestó vivamente cuando se limpiaron las calles.
La razón de ello es una perversión que en jerga médica se conoce con el nombre de cacosmia. Esta voz procede del griego kakós, malo, y osmé, olor. La cacosmia es la perversión del sentido del olfato en cuya virtud resultan agradables los olores repugnantes o fétidos. A un enfermo de cacosmia, a un cacósmico, le parece fragante lo pestilente y bienoliente y hasta delicioso lo excrementicio. Enrique IV de Castilla, monarca del siglo XV, padecía de cacosmia y por eso “amaba la pestilencia”, como dice su biógrafo Gregorio Marañón. Y el gran historiador Jules Michelet se deleitaba con el olor pestífero de las heces fecales. (En Francia se llegó a creer, en el siglo XIX, y no era creencia popular, sino de médicos y académicos, que el abuso de los perfumes, amén de ocasionar la histeria, la hipocondría y la melancolía, ocasionaba también la parosmia o alucinación olfatoria o percepción de olores inexistentes, y además la cacosmia, por cuya causa se percibían como buenos los malos olores. (Cf. Alain Corbin, El Perfume o el Miasma, 202.)
El hombre es el animal que defiende esforzadamente la basura y entre todos los animales que gustan de ella es el campeón, el que la consume y difunde con más ahínco y entusiasmo.
Unamuno decía que el hombre es el “animal guardamuertos”. Y es cierto. Pero yo agregaría que además es el animal embasurante y basuralizante por excelencia. Es un ser basuralicio. La basura lo atrae irresistiblemente y él se complace en ella con delectación y hasta con frenesí.