Patricia del Río

En la Francia ocupada por los nazis, cuatro hombres se encuentran prisioneros en un pozo. Si no confiesan quién ha cometido un atentado contra una central eléctrica morirán. El general ha sido claro: o ellos mismos señalan quién fue o los fusila a todos. Dos de los prisioneros son culpables, dos inocentes. Los que colocaron la bomba están decididos a entregarse. Pero no es necesario que ambos confiesen. Con que uno asuma la responsabilidad se habrán salvado los otros tres. Los responsables deciden echarlo a su suerte. El que saque la paja más pequeña asumirá el sacrificio. Un quinto hombre que los observa desde arriba les hace ver que la situación es imposible: si el grupo entrega a una víctima expiatoria habrán colaborado con la propuesta del asesino y, con ello, habrán convertido una elección inhumana en una salida tolerable, casi caritativa. Si no mueren los cuatro en su ley, habrán logrado que el mal se convierta en un valor.

La anécdota está en la novela “Los jardínes de la memoria” de Michel Quint, un texto entrañable, de apariencia simple que revela verdades profundas. Me aferro al libro mientras no puedo evitar sentir que los estamos atrapados en ese pozo. Que al igual que los personajes de Quint, tratamos de encontrar una salida ofrendando al otro. Los de la derecha consideran que para que salga hay que destruir a los caviares. Están más preocupados en aniquilar a futuros contrincantes políticos y en empapelarlos con denuncias insólitas que en estrategias para vacar al presidente. Los de centro-izquierda, por su lado, están empeñados en ignorar a la DBA y son capaces de tolerar cuatro años más de este caos con tal de no unir fuerzas con nada que tenga tintes fujimoristas. “Si yo gano, tú pierdes” es la consigna y el tema de la temporada se resume en “tu desgracia será mi progreso”.

Mientras tanto, Pedro Castillo y sus secuaces siguen en el poder y mantienen prisionero a un país cuyos ciudadanos, más polarizados que nunca, son incapaces de distinguir que sus acciones, disfrazadas de buenas intenciones, lo legitiman a diario. Por cada insulto desaforado en las redes o campañita estúpida de un grupete contra otro, Castillo gana tiempo y dinero, y su presencia se transforma en tolerable para aquellos que están convencidos de que lo que viene será peor.

El jueves pasado cumplimos 201 años de vida independiente y nos ha quedado la sensación de que no tenemos nada que celebrar. Vivimos en un país supuestamente libre, pero en el que la convivencia de unos y otros se hace insoportable. Estamos tan ciegos que seguimos construyendo una sociedad que no suma y, con eso, perdemos la posibilidad de quitarle fuerza a quien hoy tiene nuestro destino en sus manos.

En esta paradoja perversa se cuece un peligro aún mayor: la distinción entre lo que está bien y lo que está mal se ha vuelto amoldable. Así como los hombres del pozo están a punto de tomar una decisión heroica sin percatarse de que se trata de una concesión al crimen, los peruanos relativizamos un robo si lo comete el líder de mi bando, justificamos las acciones más perversas en función de quién fue la víctima y promovemos la intolerancia, la violencia y la discriminación si está siendo instrumentalizada en función de mis objetivos. Ya es hora de que entendamos que el desparpajo con el que los que odian a la DBA se atreven a blindar a Castillo y los suyos de evidentes actos de corrupción es tan grotesco como la indolencia con la que los anti-caviares elevaron a Inti y a Bryan a la categoría de pandilleros.

Tarde o temprano Castillo se va a ir, y nosotros nos quedaremos atrapados en este fango creyendo que la supervivencia de unos está sujeta a la aniquilación de los otros.

Patricia del Río es periodista

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