Es obvio que la mayoría de la población quiere cambios sustanciales. Y un Gobierno izquierdista, sin visos de moderación, parece naturalmente inclinado al cambio radical. Pero, más allá de que el propósito real es concentrar poder, si se tratara de propiciar cambios profundos en la sociedad peruana, el libreto del cambio constitucional está ya muy gastado. Es lo que han hecho, a lo largo de los últimos 200 años, numerosos caudillos con complejo adanista (incluyendo a Fujimori). Con 13 constituciones (contando la de Cádiz de 1812, que nos rigió), lo verdaderamente revolucionario sería no una nueva Constitución, sino una duradera o verdadera. Porque un “pacto social” para unas pocas décadas no “constituye” –funda– nada; es un estatuto provisorio. Un real constitucionalismo implica que la carta perdure y se adapte a la realidad cambiante con mejoras incrementales (enmiendas). No es casual, pues, la casi universal correlación entre constituciones longevas y enriquecimiento.
Iván Alonso e Ian Vásquez han recopilado 38 indicadores (no puramente económicos, también sociales) que demuestran irrefutablemente el bienestar generado por las reformas consagradas en la Constitución de 1993. Como sostuve en un ensayo académico –”Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (constitucionales)” en: O´Neill, Cecilia. “El Derecho va al Cine”. Lima, Universidad del Pacífico 2013. Págs. 123-154–, se trata probablemente de una de las más legítimas, sociológicamente hablando, de nuestra historia, si no la más. El profesor Carlos Hakansson apunta, además, que es la que más profusamente ha echado raíces jurisprudenciales. Pero, como dice el antropólogo Javier Torres Seoane, la ciudadanía la relaciona también con las fallas seculares del Estado Peruano.
Sucede que ninguna Constitución ha logrado desmantelar (del todo) el Estado disfuncional, burocrático, barroco, cortesano, virreinal –en fin– que nos legaron los Borbones. La Carta actual ha logrado grandes avances, pero parece haber llegado a su límite. Lo que se requiere ahora son cambios a nivel infraconstitucional. Y no me refiero a leyes de menor rango. Todo proceso transformacional, en cualquier organización, funciona al menos en tres niveles: normas o reglas, procesos, y mentalidades. Seguir cambiando reglas (constituciones) sería lo que la frase atribuida a Einstein define como locura: hacer lo mismo y esperar resultados distintos. Hay que cambiar procesos y mentes. La frase del pensador y político argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1884) nos calza como anillo al dedo: “Con un derecho constitucional republicano y un derecho administrativo colonial y monárquico, la América del Sur arrebata por un lado lo que promete por el otro: la libertad en la superficie y la esclavitud en el fondo”. No es, pues, lo republicano (la Constitución), sino lo colonial (la administración) lo que hay que sustituir. El espíritu del constitucionalismo republicano debería finalmente penetrar el aparato estatal peruano, francamente refractario y paralizante.
Aspiraciones sociales legítimas, que ha enarbolado este Gobierno, como salud y educación públicas de mejor calidad o acceso universal al saneamiento y la interconexión digital, son perfectamente compatibles con la Carta actual. También lo es que los peruanos quechuahablantes sean atendidos por el Estado en su lengua. Personalmente, soy partidario también de reformular toda la estructura de distribución geográfica del poder y la representación: pasar de “macrorepresentación” (pocos y grandes distritos electorales) y “microgestión” (muchas pequeñas alcaldías) a lo contrario. Y también creo que no debemos seguir ningún modelo extranjero para determinar cuántos y cuáles ministerios tener (ojalá sí sean menos), sino basarnos en nuestros propios problemas y potencialidades. Así, en lugar de un Ministerio de Trabajo y otro de Producción, podríamos tener uno solo, el de la productividad. Y si el futuro de la humanidad es conocimiento, riqueza intangible, ¿por qué oponerse al de ciencia y tecnología?
La gran revolución, pues, sería poner el Estado verdaderamente al servicio de los ciudadanos mediante instituciones inclusivas (no extractivas, Acemoglu & Robinson dixit), donde lo privado se rija por fortalecidos derechos de propiedad y lo público, por mecanismos fiduciarios (de delegación del poder y rendición de cuentas), y no al revés (13.02.21).
Decía el dramaturgo alemán Bertolt Brecht que crisis es cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer. Pero no olvidemos que también se puede matar lo nuevo en gestación. Una nueva Constitución, pendularmente estatista, sería la fórmula perfecta para ese aborto.
Contenido sugerido
Contenido GEC