“Esos muertos están bien muertos” señaló el abogado y vocero del colectivo Integridad Jorge Lazarte en una semana tan sangrienta y brutal como las que la precedieron. En medio de una represión estatal sin parangón, donde el Estado Peruano, históricamente corrupto, inepto y violento, no ha sido capaz de diferenciar entre justas demandas sociales, embalsadas por décadas, y el vandalismo causante del bloqueo de carreteras y la destrucción de propiedad pública y privada, la apología de la muerte se ha instalado en el imaginario nacional. A mí, particularmente, me impresionaron las declaraciones de Lazarte, pero también el video de un grupo de niños estimulados por un payaso, que, en lugar de hacerlos pasar un buen rato, violentó sus mentes. “Esta democracia ya no es democracia, Dina asesina, Dina asesina…” es el estribillo que, en este Perú, política, social y moralmente degradado, se canta en una fiesta infantil. Nadie duda de que la presidenta, que proviene de las canteras de Perú Libre, deberá rendir cuentas a la justicia por los muertos que carga sobre sus hombros, pero utilizar a inocentes para fomentar y difundir discursos de odio va contra el “Código de Niños y Adolescentes” y aquí los padres son directamente responsables por el daño psicológico que les están causando. Así como son también responsables los progenitores de ese bebe recién nacido que, en esta semana del horror, fue arrojado al tacho de la basura.
Con los tambores de guerra sonando, en el campamento de cada bando en disputa, y la muerte aposentándose a lo largo y ancho de nuestra patria, resulta iluso demandar una conversación alturada entre peruanos y mucho menos una tregua, que permita buscar soluciones a los gravísimos problemas que afrontamos luego de una pandemia, que mató y empobreció más que en ninguna otra parte del mundo. La desigualdad que, de acuerdo con The World Inequality Database, crece aceleradamente en el Perú junto a una democracia “híbrida” –que transgrede sistemáticamente los principios de las sociedades civilizadas– expresa con meridiana claridad la magnitud de la crisis sistémica que enfrentamos. Una característica más de este fenómeno, que no es exclusivo del Perú, es la deshumanización que, en nuestro caso, incluso penetra los claustros universitarios. Pienso en la toma violenta de San Marcos, donde se maltrató y humilló a decenas de compatriotas, pero también en esa banderola exhibida en la Pontificia Universidad Católica, en la que abiertamente se solicitaba “la muerte a la élite intelectual parásito del pueblo”. A estas alturas muchos peruanos se encuentran atrapados entre el fuego cruzado de dos extremismos que no reconocen su responsabilidad en esta debacle nacional y mucho menos intentan escuchar a aquellos que proponen soluciones alternativas a un problema, que, a mi entender, tiene que ver, además, con la necesidad de un cambio de mentalidad, que debería ocurrir como consecuencia de este conflicto. Algo similar a esa “descolonización de las costumbres” coloniales a la que acertadamente se refirió, hace doscientos años, el huamachuquino José Faustino Sánchez Carrión.
El racismo, el desprecio por el otro y su opinión, el arribismo, la obsesión por el poder, el egoísmo y la ambición desmedida son algunas de las taras identificadas, a lo largo de los siglos, por pensadores peruanos y extranjeros. Es muy probable que una buena parte de esta lista, a la que yo añadiría la falta de respeto por la naturaleza, conforme “la matriz de la inmunidad al cambio” a la que se refiere el doctor Robert Kegan quien ve a la pandemia como un acelerador de la consciencia humana. Un proceso que, de acuerdo al profesor de Harvard, ocurrió hace ya varios siglos durante la peste negra, quebrando los fundamentos de un orden social cruel e inhumano, basado en la servidumbre. Para lograr una transformación real, en tiempos como los que nos ha tocado vivir, es necesario tomar distancia frente a lo que se considera como socialmente aceptable para desarrollar tanto un juicio propio como una autoridad personal frente a los nuevos desafíos de este siglo XXI, plagado de incertidumbres. Lo que significa tomarse el tiempo para interrogar valores, que pueden estar caducos, con la finalidad de cuestionarlos y renovarlos. La visibilización de grupos marginados –como lo que está ocurriendo en las marchas propias y las planetarias– colabora, de acuerdo a Kegan, en la creación de nuevas identidades y nuevas narrativas. En breve, asistimos a una demanda por una vida digna y por el reconocimiento negado que, en medio de la muerte y la desolación, a veces cuesta entender con la debida claridad.